Luz tenue a través de la ventana, paredes y suelos grises.
Una cama vieja, un mísero retrete, una vieja puerta.
Una figura humana que se aferraba a la vida.
No recordaba por qué estaba allí, ni siquiera recordaba cuál era su nombre. Lo único de lo que estaba seguro era de que durante años ése había sido su único paisaje. El único placer al que podía aferrarse era el plato de comida hecha de levaduras que recibía cada día a la misma hora. Siempre que eso ocurría, el misterioso encapuchado vestido totalmente de negro lo forzaba a quedarse pegado a la pared, sin apenas posibilidad de moverse en ese minúsculo espacio.
Para mantener la cordura, la figura de la celda había convertido a sus cinco sentidos en sus ángeles salvadores. Gracias a ellos podía pasar horas entretenido en el más ínfimo cambio que sucedía en ese oscuro lugar. Sus ojos estudiaban cuántas motas de polvo lograban cruzar la ventana cada día. Sus oídos cuántos pasos lograba oír antes de recibir su plato de levadura. Su paladar cuánto tiempo conservaría el sabor del alimento antes de esfumarse. Con su tacto, recorría al milímetro cada irregularidad de la celda en busca de una forma que ya no recordara. Y con su olfato intentaba captar nuevos y desconocidos olores que surcaban la pequeña ventana.
Un día como otro cualquiera dejó recibir su plato de levadura, pero el encapuchado aparecía de igual forma. Cada día que pasaba sin comer, la figura iba convirtiéndose cada vez más en un cadáver mientras la sombra negra observaba cómo ocurría. El último día no jugó con sus sentidos, esperando su inevitable final. Poco antes de cerrar los ojos y no volver a abrirlos, se agarró desesperado al pomo de la puerta y oyó un chasquido en la cerradura.
La puerta nunca estuvo cerrada.
Me ha gustado. Me recuerda a esa historia del elefante que nunca estuvo atado. Somos prisioneros de nuestros propios miedos y tu relato lo demuestra.
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Me alegro de que te guste. Los sentidos y nuestra percepción nos puede convertir en prisioneros dentro de nosotros mismos.
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