Una mota de polvo en el mar. Una isla perdida en la inmensidad del océano, con altas colinas, precipicios y valles frondosos. Aún había pequeños restos del gran galeón de guerra naufragado meses atrás. En la fatal derrota a manos de la armada holandesa, los cañones bombardearon en totalidad su casco, dejando la madera inservible para su reutilización.
Las caprichosas mareas balanceaban un mugriento bote salvavidas. Desertando de una batalla perdida y escapando de una prisión de hierro que lo aguardaba en el navío victorioso, Randall perdió el conocimiento muchos kilómetros más allá de la zona de naufragio. La armada holandesa no pudo localizarlo y cesó la búsqueda.
Despertó horas después, con el hombro ensangrentado y el estómago vacío. Solo le bastó el sabor intenso a agua de mar y sangre para recordar lo que había ocurrido. Intentando apartarse de las olas que chocaban contra la arena observó su nuevo hogar: la isla. Aceptando lo ocurrido, Randall rió como un loco y palpó el bolsillo de su camisa. Vitoreó al cielo y extrajo su petaca de ron.
–No tengo remedio. Acabo de naufragar y ya estoy pensando en el ron. En fin… ¡Por la armada holandesa y sus grandes conquistas! –se dijo a sí mismo pegando un gran trago.
Con el paso de las semanas, Randall tuvo que aprender a cazar, cultivar y recoger agua dulce como le fue posible. Sus conocimientos de carpintería y tala de árboles le ayudó a construir un refugio a prueba de tormentas, pero la madera no era de la calidad suficiente como para construir un navío tan seguro que pudiera cruzar el mar. Lo mejor era esperar un rescate. Apenas había tiempo para aburrirse. La supervivencia en aquella isla era más que suficiente entretenimiento para mantener cuerpo y mente ocupados, aunque echaba de menos el ron, su amado ron. No había probado gota desde que se acabó el líquido de la petaca.
Una noche, semanas más tarde, Randall despertó con brusquedad. Cerca de la colina más alta, al final de la playa, divisó un gran navío de guerra inglés que estaba siendo aniquilado por piratas. Los fogonazos de luz se iban apagando conforme no quedaban más que restos de lo que anteriormente era una de las máquinas de guerra más gloriosas de la armada. Randall subió la colina a través de los pequeños setos hasta llegar a su punto más alto. Observó toda la noche como los piratas blasfemaban contra el imperio, saqueando todo a su paso hasta no dejar más que escombros. Horas más tarde, los asaltadores se perdieron en el horizonte del mar. En las luces del amanecer, el holandés bajó la colina para intentar recuperar algo del botín inglés. Buscó y buscó por los enormes escombros y su corazón se aceleró cuando encontró cargamentos enteros de ron, pero ninguno de ellos lleno. Los únicos que quedaban indemnes estaban demasiado contaminados por la pólvora de los cañones.
Las siguientes semanas, Randall, cansado de esperar un rescate que nunca llegaría, decidió recuperar los enormes barriles del navío y transportarlos a la playa. Con unas herramientas precarias consiguió construir un barco de madera hecho exclusivamente de barriles de ron. «Una deliciosa ironía». Empujó con fuerza su pequeño bote hacia el mar con varias provisiones encima: comida, restos de naufragio y utensilios que le podían resultar de utilidad. Pasaron horas desde que se despidió de la isla y comenzó a inspeccionar minuciosamente su cargamento. El pequeño navío podía soportar sacos enteros del botín que los piratas habían dejado a su suerte. Había de todo: brújulas, cubiertos, dibujos, mapas… Entre los restos de una bolsa encontró una gran cartera hecha de piel. Le asaltó la curiosidad y la abrió. En su interior había una vieja carta escrita en su idioma.
«22 de abril. Escribo estas palabras apresuradamente porque hemos avistado barcos piratas en rumbo de combate. Sigo encerrado en la bodega y prisionero de los ingleses. Mi única pertenencia la dejo en esta bolsa.»
Randall sacó un objeto metálico próximo al papel.
«Cualquiera que lea esta carta, ya sea inglés, holandés, español o francés, que se lo tome a mi salud. Estoy harto de esta guerra y de los caprichos de mis capitanes. Al menos alguien disfrutará de mi pequeño tesoro una última vez.»
Las últimas palabras eran inteligibles, pero Randall sabía lo que tenía que hacer. Cogió la petaca del interior de la bolsa y bebió el ron que contenía. Vitoreó al cielo como hizo el primer día de su estancia en la isla y entonó una canción que solía cantar con sus compañeros de la armada.
Bravos son los mares de occidente,
fuertes son los vientos del oeste,
furioso es el barco y su capitán,
¡pero mi botín jamás me arrebatarán!
¡Por Holanda! ¡Por el Caribe! ¡Por el ron!