El blanco pelaje de la hembra ondeaba al son del viento de otoño. A su lado, el macho y su pelaje negro se ocultaban perfectamente en las sombras de la noche. El invierno estaba cada vez más próximo y ambos lobos recorrían la colina con presteza. Sus majestuosos y fornidos cuerpos dedicados a la supervivencia y a la caza dejaban atrás árboles y arbustos en un incesante sonido de pisadas y ramas partidas. Los salvajes jadeos mientras atravesaban los bosques ahuyentaban a las presas cercanas. Sus afilados colmillos resplandecían a la luz de la enorme luna llena, la cual era perfectamente visible desde todos los rincones del lago. Pero las nubes que amenazaban con una lluvia torrencial asomaban por doquier; la tranquilidad de las aguas del lago cercano no era más que un espejismo. Aquélla era noche de caza.
Los dos animales pararon en lo alto de una colina y observaron algo que se movía sosegadamente. La hembra gruñó al macho y éste le respondió con otro mientras frotaba levemente su cabeza contra ella. Olían nerviosamente a su presa y competían por ella. Carne fresca, comida, hambre. La bajada de la colina no era demasiado pronunciada y a su izquierda existía un camino que les permitiría atacar a su objetivo sin que apenas se diera cuenta de ello. Era una pequeña explanada de hierba, libre de árboles en unos pocos metros. La sombra que había debajo pareció darse cuenta de su presencia y se paralizó. Sabía que no contaba con la velocidad propia de los lobos, ni siquiera de una pequeña parte de su fuerza. Cualquier movimiento brusco o un paso en falso y todo habría terminado. Los lobos apreciaron la repentina inmovilización del bípedo. Sus patas se movieron lentamente bajando la colina y sus gruñidos eran cada vez más audibles conforme se acercaban al homo erectus, una criatura que rara vez aparecía por esos bosques. La pareja depredadora dibujó círculos a su alrededor, gruñendo y erizando su pelaje en una expresión corporal de agresividad. Su cuerpo se agachaba conforme se preparaban para saltar a su víctima que intentaba protegerse con un palo y una piedra, profiriendo unos gritos poco constantes y asustados. La primera en atacar fue la hembra, la cual saltó sobre el torso del homínido, que inmediatamente se defendió con un golpe del palo dirigido al cráneo. La hembra se alejó aturdida y el macho aprovechó para saltar encima de su presa mordiéndole una costilla. Sus colmillos se tiñeron del rojo de la sangre y su caliente sabor. Cuando el homínido reaccionó, lanzó la piedra con dificultad y golpeó en una de sus patas traseras al lobo. Ambos lobos volvieron a su posición inicial, dudando de las posibilidades de la víctima. El homo erectus sangraba en abundancia y sabía que no iba a resistir un segundo ataque, así que se colocó en posición defensiva y gruñó todo lo que pudo para intimidar a sus oponentes y que con suerte lo dejasen en paz.
En ese mismo momento, un inesperado rayó cayó del cielo y destrozó el enorme tronco de un árbol cercano con un aterrador sonido que acompañó a más truenos. La lluvia de la tormenta empapó ligeramente la explanada, pero no duró mucho. Los tres animales se protegieron instintivamente y los lobos se alejaron aún más de su presa, creyendo que era algún nuevo truco de su enemigo. El homínido se levantó del suelo y contempló el tronco. Ahora estaba lleno de una extraña luz. Una caliente luz que se extendía por la madera, como nunca antes había visto. Para él, el crepitar del fuego en las ramas cercanas al árbol era cosa de magia, algo místico. Ni siquiera el líder de su tribu había hecho algo parecido jamás. Bajó la cabeza sin apartar la vista de los depredadores y tocó con un tímido dedo el ardiente extremo de una de las ramas. Se quemó ligeramente la mano con un leve quejido y volvió a mirar a los lobos. Sin dudarlo, se armó de la rama partida por el otro extremo y comenzó a intimidarlos moviéndola a los lados. El cambio del estado de agresividad al miedo se tradujo en un arqueamiento del lomo de los lobos y unas orejas más aplanadas. El homínido, consciente de su inminente victoria, cargó rápidamente contra el macho y los cazadores se convirtieron en los cazados. Ambos abandonaron el lugar del encuentro y desaparecieron entre las ramas.
El dolor de la costilla ensangrentada no cesaba, así que el homínido quiso volver al refugio de la cueva con su clan. Decidió llevar la rama de fuego consigo. Una vez el clan vio llegar a su desaparecido compañero, se sorprendieron de la maravilla que portaba. Muchos de ellos tocaron el fuego, quemándose de la misma manera. Cuando el fuego se apagó, el recién nombrado nuevo líder del clan descansó un pequeño momento. Una vez que el dolor cesó y pudo volver a andar sin demasiadas molestias, llevó a su clan hacia la pequeña explanada donde aún se podían observar los restos del incendio provocado por el rayo. El antiguo líder del clan no estaba de acuerdo con el cambio de poder, así que lo retó a una pelea. Antes de que la lucha tuviese lugar, el homínido vislumbró unas pequeñas señales de humo y brasas que había en el centro del tronco. Sin pensarlo, frotó las ramas unas contra otras y la madera prendió de nuevo, provocando un fuego aún mayor que el que trajo consigo al refugio. El antiguo líder del clan se rindió ante esa muestra de supremacía y el homínido se dirigió al centro de la explanada. Los demás miembros del clan hicieron un círculo en torno a él y aclamaron su superioridad con sendos y excitados sonidos guturales. Éste alzó la nueva rama ardiente hacia el cielo como símbolo de su poder. Un poder que conllevaría la supervivencia de su clan y la de su familia.
La humanidad había descubierto el fuego.