El motor del coche rugía con furia conforme se adentraba en las montañas. El desdichado hombre escapaba, huía, volaba. Sus lágrimas pasaban desapercibidas en el agua de lluvia que se introducía por la ventanilla rota. Anduvo entre caminos serpenteantes y escaleras que la luna apenas dejaba entrever. Encontró su solitaria casa y abrió la puerta entrando a su último refugio, la última escapada que haría en mucho tiempo. Allí, pasó días y noches interminables junto a sus pensamientos.
«Aquí estaré solo, no volverán a hacerme daño».
La tranquilidad de la soledad, la imposibilidad del rechazo, la indiferencia ante la maldad humana… Buscaba todo aquello, pero no era más una ilusión. Era su propio miedo quien lo manipulaba. Un miedo que negó su fuerza y destruyó todo su coraje, hasta que finalmente ganó la batalla.
«Aquí no estarás solo, no volverán a hacerte daño».