–¡Nashia! ¡Ven, pequeña!
La niña dejó de jugar en el charco para acercase a la hoguera. Se irguió y fue corriendo hacia su abuelo. Éste le miró con simpatía y felicidad apreciando la inocencia y felicidad de la infancia.
–¡Ya estoy aquí, abuelo!
–¿Qué hacías, pequeña?
–Pues… Estaba jugando en el charco. ¡Se ven las estrellas y la luna en el agua!
–¿Sabes que no todo el mundo puede ver las estrellas como nosotros?
–¿Por qué no? –preguntó Nashia con curiosidad.
–Fíjate en nuestro alrededor, cariño. Vivimos en una aldea en el monte, rodeado de montañas y árboles y solo necesitamos un poco de luz para realizar nuestras tareas. ¿Sabes qué tiene que ver eso?
La niña negó con la cabeza mientras lo miraba sin parpadear.
–Es debido a que la gente en las ciudades utiliza mucha luz para realizar sus tareas y eso hace que tapen la luz de las estrellas. ¿Recuerdas cuando te llevé con tus padres a la ciudad, cuando eras más pequeña?
–Sí, me acuerdo, todo era muy extraño y lleno de luces.
El abuelo de Nashia solía contarle historias de todo tipo y ella las recibía y escuchaba atentamente. La pequeña ya estaba esperando un nuevo cuento para aquella noche, y acertó.
–Se cuenta que antiguamente en el cielo, vivían Luna y su hermana Leina. Leina era la mayor de ellas, y cada noche aparecían en el cielo nocturno. Luna salía poco después que su hermana mayor y compartían la noche hasta el amanecer.
»Una medianoche como otra cualquiera, las estrellas desaparecieron del cielo. Todo el mundo salió de sus casas y los que dormían se despertaron por los gritos de asombro de sus vecinos. Miraron hacia el cielo a la espera de que aquella noche sin nubes volviese a traer de nuevo aquellas luces. Nadie durmió durante horas observando el firmamento. Cuando el sol dio paso al día, todo volvió a la normalidad aunque con la incertidumbre de lo que ocurriría la noche siguiente. Y en efecto, las estrellas no aparecieron.
»Noche sí, y noche también, las dos hermanas observaban la tristeza de las gentes que vivían en la tierra. Luna, la menor, advirtió a Leina de que no hiciese nada al respecto, de que algún día volverían y todo se solucionaría. Pero los meses pasaron y no regresaban. Así que una noche, Leina no salió como siempre. Tal era su tristeza por sus compañeras desaparecidas que lloró durante 100 noches. Un espectáculo de luces se cernió sobre las gentes de la tierra, como miles de fuegos artificiales de diferentes colores bailando en el cielo. Por desgracia, Leina murió, pero sus lágrimas crearon las estrellas que hoy conocemos hoy en día y pudimos volver a dormir en paz.
–¿Y qué paso con Luna? -preguntó Nashia.
–Es la que ves cada noche, pequeña. Luna se quedó sola en el cielo y cada noche, cuando ves que se mueve entre las estrellas, significa que está buscando a su hermana mayor, a la espera de que algún día pueda volver a verla.
Nashia derramó un par de lágrimas sobre sus mejillas y dijo al abuelo:
–Es una historia triste. No me gustan las historias tristes.
–Tiene una moraleja.
–¿Y cuál es?
–No todas las lágrimas son en vano.