El humo de la cena ascendía hasta el cielo. El pequeño e improvisado jardín de la casa sería la cocina aquella noche. El aroma de la comida haciéndose hizo que la mujer saliera de la casa construida por escombros de metal, con un libro en la mano y sus gafas rayadas en la otra.
–¿Otra vez leyendo ese libro? ¿Es que no te cansas de él? –le dijo el hombre mientras removía el caldo de la cena.
–Solo es la cuarta vez que me leo éste. Además, ¿hace cuánto que no lees?
–Hace… –intentó responder él mientras su mirada se perdía entre pensamientos.
–Te pillé.
Ella se sentó en la silla de delante. Aspiró el aroma con una mueca placentera, volvió a abrir el libro y se puso sus gafas rayadas.
–¿Y bien? –dijo él.
–¿Y bien qué?
–He visto tu cara. Te gusta.
–Bueno… Es un comienzo. No tengo esperanzas en que sepas cocinar del todo la carne de depredador pero…
–Estará bueno y lo sabes.
Ella sonrió con rabia juguetona, sabía que la mueca la había delatado. Poco después, el hombre sirvió la carne con especias de la montaña. Esta vez se sentaron en un asiento de metal improvisado y se apoyaron el uno en el otro. Contemplaron las estrellas, que esta noche brillaban con una luz desacostumbrada.
–He estado pensando… ¿Y si nunca vienen a por nosotros? –dijo ella.
–Vendrán, sé que vendrán.
–¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que la señal se transmitió correctamente antes de estrellarnos? ¿Cómo sabes que conocen este mundo y que…?
Él puso un dedo en sus labios y ella entendió lo que él quería transmitirle: no tiene sentido preocuparse por algo que no puedes controlar. La mujer, embarazada de 6 meses, tenía en su vientre al primer humano que nacería en ese planeta ignorado. Ambos se quedaron mirando a las estrellas intentando discernir cuál de ellas sería el Sol, un insignificante punto luminoso entre un mar de millones de estrellas. El hogar.
–Comamos, se enfría la cena.