Buck

Buck sostuvo la mirada a su dueño. Él ya conocía todos los trucos que necesitaba para salir a pasear, aunque el hombre lo imaginase. No importaba, le gustaba poner su mirada tierna, igual que había hecho desde que era un cachorro.

Buck llegó a casa de Francis por casualidad. Separado de sus pequeños hermanos, anduvo entre los árboles y las pequeñas calles del pueblo hasta que llegó a la casa del final de la calle. Un delicioso olor a comida hizo que se quedara en su jardín, a la espera de poder probar un bocado. Cuando Francis salió para tirar un pequeño trozo que había sobrado de la cena, vio un par de ojos llorosos de cachorro que lo miraban desde el contenedor de basura. El hombre se quedó mirando al animal, que le devolvió aquella mirada tierna que le acompañaría después. Apenado, le dejo el trozo de comida en el asfalto de la calle. No le convencían mucho los perros y jamás había pensado en tener uno, pero nunca le había gustado tirar la comida a la basura y mucho menos bajo aquella mirada.

Desde aquel momento, Buck se acercaba cada noche a casa de Francis y recibía un bocado cada vez más grande. Al principio, el anciano no prestaba atención a los ladridos de cachorro, pero poco a poco fue dejando un poco de comida intencionadamente para dárselo al pequeño. Ya no se escondía tanto y sus pequeñas patas rascaban la madera de la puerta principal.

–¡Vamos! ¡No arañes la puerta, chucho! Te daré comida, pero deja de molestar.

Buck dejó de arañar la puerta cuando vio la comida. Sabía que las palabras del humano pretendían ser amargas y ofensivas, pero su tono revelaba otra cosa. Comió su porción de comida como cada noche y cuando acabó, se quedó mirando a Francis.

–¿Quieres más? ¿Es que tú no te llenas nunca, pulgoso?

Buck ladeó su pequeña cabeza, intentando entender lo que quería decir. De nuevo, su tono no revelaba un enfado real así que mantuvo su acostumbrada mirada. El hombre resopló con la mirada fija en la calle opuesta.

–Vale… Tú ganas. Entra a casa, pero solo te quedarás esta noche. Creo que puedo darte algún hueso o algo así. ¡Pero no te acostumbres!

Buck entró a casa de Francis y empezó a olisquear y corretear por todas las habitaciones. El anciano comenzaba a ponerse nervioso y a perseguir a la criatura por todos los rincones.

–¡Oye! ¡No! ¡Deja eso! ¡Vas a mancharme toda la casa!

Conforme pasaban las semanas, las visitas de Francis preguntaban por su perro. Él, con el humor avinagrado de siempre, respondía:

–¿Este perro? Tengo que deshacerme de él. No hace más que morderlo todo.
–¿Te gusta, verdad?
–¿Cómo me va a gustar? Es peludo, baboso y…
–Y no puedes evitar quererlo.
–¡Yo no he dicho eso!

Buck creció y creció. Pasaron dos años y Francis tuvo que cambiar su avinagrado discurso. Ya nadie creía la versión del anciano, que afirmaba no seguir queriendo que el perro se quedase en su casa. Todo el mundo sabía que eran inseparables, por mucho que aquel cabezota refunfuñase para sus adentros.

Un día, Francis recibió una oferta de trabajo. Su prestación por desempleo ya no le daba para pagar su casa y llegar a fin de mes, así que tenía que marcharse hacia la costa oeste. No le quedaba mucho para jubilarse, pero tendría que trabajar y ahorrar un poco más para entonces. La única pega es que Buck no podría ir con él; los apartamentos proporcionados por la empresa no admitían animales. Mientras Francis pensaba sobre el asunto con una copa de whisky en la mano, el perro se subió al sofá y comenzó a gruñir de manera juguetona.

–Ahora no, Buck.

El perro ladró.

–¡He dicho que ahora no!

La cara de Buck cambió por completo. Esta vez intuía que algo no funcionaba, así que se echó junto a él en el sofá con un pequeño gruñido y se relajó. Sabía que algo iba a pasar, pero desconocía el qué.

Al día siguiente, Buck observaba a su dueño coger objetos, meterlos en cajas y moverlo todo. No entendía qué hacía porque jamás había hecho algo como aquello. ¿Entraría él dentro de sus planes? La casa estaba más vacía y oscura que nunca, aquel aparato que emitía luz y ruido ya no estaba y el sofá estaba cubierto por una sábana.

Francis había recuperado su humor avinagrado de siempre. Un camión de mudanzas ya se había llevado todo lo que le importaba en aquella casa y Buck era el único cabo suelto. Mientras el taxi que había llamado cargaba su última maleta, el animal lo miró con su mirada tierna de siempre. El anciano lo miró y le dijo algo que no entendió, pero captó su tono triste y desesperanzado. Se metió al coche así que Buck también lo intentó pero la puerta se cerró en sus narices y el coche arrancó. El perro comenzó a ladrar hasta que el coche se perdió de vista.

Los ladridos eran cada vez menos audibles dentro del taxi, así que Francis intentó relajarse y olvidarse del perro al que nunca había imaginado que amaría. Intentó dormir un poco pero no pudo. Después de un bache que el taxista no quiso esquivar, observó el cartel de salida de la ciudad.

–Pare.

Una hora después, el taxi volvió a aparecer por la calle. Buck seguía sentado en el mismo sitio en el que Francis le ofreció comida por primera vez. Con sus ojos llorosos, con su mirada tierna.

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Publicado por Aitor Morgado

Autor de «Escudo de Tinta» y «Buscando a Atlas». Soy escritor desde hace muchos años y me apasionan las letras. También soy Técnico Superior en Comercio Internacional, Técnico Superior en Administración y Finanzas, traductor y especialista en SEO. Me interesan la literatura, la historia, la filosofía, la mitología, los idiomas, la economía digital, las finanzas, el fitness y el heavy metal.

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