Los veía cada día. Grupos interminables de personas andando por el camino con paso firme, pero sin demasiada prisa. Avanzando por el camino asfaltado con la cabeza cabizbaja y los sentidos apagados. Nunca pude ver cuál era su destino pero aquellos individuos me suscitaban curiosidad y envidia, a pesar de sus infelices caras. Mientras yo miraba desde mi ventana acompañado de los míos, aquellas mujeres y aquellos hombres me señalaban con el dedo por no moverme.
Un día, salí con ellos y agaché mi cabeza. Ya era parte de la manada. Seguía sin ver el final del camino, el destino de aquel grupo, pero ya era irrelevante. A pesar de haber dejado atrás a los míos, ellos ya no me señalaron nunca más.