Pedía lo mismo de siempre en aquel local. Un pub lleno del constante ruido de las conversaciones, golpes de vasos y risas intermitentes que rebotaban en mi cabeza mientras la cerveza bajaba por mi gaznate. Me sentaba en la esquina del bar un par de horas hasta que el alcohol alcanzaba su punto máximo, esperando el mismo destino de siempre.
Sin previo aviso, la gente comenzaba a desvanecerse en el mismo sitio en el que estaban sentados. Uno por uno y sin pausa, desaparecían sin explicación alguna. Las bebidas se secaban, las mesas se pudrían, la luz se apagaba y los camareros se esfumaban. Incluso el olor cambiaba. Pero mi bebida seguía ahí, la cual terminaba de un trago como si fuese la primera que tomaba en toda la noche. A la misma hora de la madrugada, el pub siempre volvía a su estado natural: un local abandonado y desprovisto de clientes.
Me aferraba con orgullo al pasado, esperando que algún día todo volviera a ser como antes. Esperando que algún día la gente no se desvaneciera, que el local recuperase su antiguo esplendor y que los míos volvieran a la barra. Cada fin de semana me acercaba a la misma esquina del pub pero todo acababa convirtiéndose en polvo. Tenía la vana esperanza de que sin mover un dedo quizás volvería a disfrutar de una compañía etílica que un día llamé amistad. Sabía que aquella ilusión no era más que una trampa. Una vez conoces la verdad y la razón de tu felicidad pasada, es imposible sentirla al completo de una manera tan natural como antaño.
El local se quedó a oscuras y yo salí de él, apagando de nuevo la voz racional de mi mente que me avisaba de la futilidad de todo aquello. El próximo fin de semana volvería con mis recuerdos. Todo aquello me resultaba más fácil que crear nuevos. Era cómodo, era un engaño, era una ilusión. Pero era mi ilusión, y en mi ilusión mando yo.