Los dos navegantes despertaron cuando el navío se tambaleó violentamente; había dado con una enorme roca que sobresalía de un pequeño río. El primer hombre provenía de las tierras del norte y estaba más avezado en la piratería y la navegación. Sus sentidos estaban entrenados para situaciones similares y no dudó en ponerse de pie de un salto, mirando a su alrededor para contemplar la escena. El segundo hombre tardó más en despertarse y lo hizo tímidamente y con una constante queja. Él era mucho más joven e inexperto.
–Por el amor de Dios, ¿dónde estamos? –dijo el joven.
El primer hombre mantuvo una expresión serena y concentrada, intentando entender su situación actual, mirando las estrellas, el sol que estaba a punto de ocultarse y la luna que asomaba con recelo en un cielo repleto de nubes y lluvia intermitente. El barco se encontraba navegando por un pequeño río rodeado de dos enormes acantilados.
–¿No es eso…? ¿Son ruinas, Alfred? –preguntó el muchacho.
–Lo son, Rowan.
–¿Dónde estamos?
Alfred, el avezado navegante, siguió observando los acantilados y los edificios en ruinas. Incluso en ese estado, eran imponentes. Se erguían por encima de los acantilados, brillando bajo la tenue luz de la luna mientras el agua de la lluvia repiqueteaba por sus destruidos muros. Toda la escena daba una sensación de relajación y soledad absoluta, como guardianes eternos que no deseaban ser molestados por extranjeros de épocas más modernas.
–Cállate, Rowan. No deberíamos estar aquí.
–¿Aquí? ¿Dónde es aquí? Apenas puedo mantenerme en pie, creo que me he roto el tobillo y el agua no deja de…
Sin previo aviso, Alfred corrió hacia el joven y agarró su cuello con fuerza mientras éste intentaba soltarse con un gruñido ahogado.
–Escúchame, joven insensato. No levantes la voz en este lugar, ¿entendido? ¡Silencio!
El joven intento zafarse de la fuerte mano del navegante pero no pudo, así que miró sus ojos y observó un atisbo de miedo por primera vez en todo el viaje. Habían recorrido las costas de España y Portugal como comerciantes partiendo de Irlanda, hasta que una tormenta los había dejado inconscientes y al borde de la muerte. Alfred soltó su mano y dejó que Rowan cayera en la madera del barco. Éste miró a su guía, asustado por pronunciar una palabra más ante aquellos ojos que lo miraban con desdicha. Alfred suspiró.
–Disculpa, pero no puedes hablar alto en este lugar. Muestra más respeto. Este no es lugar para niños.
Rowan se levantó de nuevo y una sombra oscureció todo su cuerpo. El barco estaba cruzando un enorme puente que unía los dos acantilados. Un trueno sonó a lo lejos.
–¿Qué es este lugar? –preguntó Rowan.
–Solo está en las leyendas. Es una tierra antigua que existió hace miles de años bajo diferentes nombres perdidos entre manuscritos y libros antiguos.
–¿Cómo sabes que estamos aquí?
–Observa bien a tu alrededor.
Rowan se acercó a proa mientras el barco seguía su lento pero cadente ritmo.
–¿Qué ves, muchacho?
–Ruinas, piedras, puentes.
–No seas ignorante. Fíjate bien en la arquitectura, en la altura de los edificios, en la composición.
El río se ensanchó antes de que Rowan pudiera responder y los acantilados dieron paso a una visión mucho más magnánima de aquella tierra baldía. Los edificios que habían dejado atrás parecían meros puestos de avanzada en comparación con lo que tenían delante.
–Alfred…
El barco aumentó su velocidad a la par que las aguas del río y se introdujeron en una nueva zona, rodeada de torres que alcanzaban el cielo y edificios imposibles para la tecnología de la época. Pocos minutos después, el río acababa en una tranquila y larga costa con un palacio en ruinas, más majestuoso que cualquier palacio, iglesia o catedral que los europeos fuesen capaces de construir.
–Alfred. No estamos solos.
–Ya lo veo. No podemos ocultarnos aquí, no bajo esta luz.
Otro navío estaba amarrado en la costa pero no se veía movimiento alguno.
–¿Qué vamos a hacer?
–Hablar. Si hay alguien aquí, ya sabe que venimos.
Continúa en la segunda parte…