El barco de los dos norteños se deslizó suavemente por las aguas tranquilas y cristalinas, alejándose todo lo posible del segundo navío. Amarraron en la costa y permanecieron observando la escena, agachados detrás de los barriles y tablones de madera que aún no se habían perdido en el mar. Alfred estuvo en silencio, pero concentrado en los sonidos de aquel extraño lugar. Ni siquiera parecía existir fauna, solo una lluvia constante y ligera.
–¿Quiénes son? –preguntó Rowan.
–No consigo ver ninguna marca en el navío, ni banderas, ni velas. Está demasiado oscuro. Tenemos que acercarnos.
–¿Acercarnos? ¿Para qué?
–Nuestro barco no podría soportar otro viaje por alta mar. Solo tienes que ver su estado.
Rowan permaneció con la boca abierta, dispuesto a refutar el argumento del norteño hasta que decidió que no le faltaba razón. Miró detrás de sí y confirmó el lamentable estado del navío.
–¿Qué pasa si están armados? –preguntó de nuevo.
Alfred rebuscó entre las cajas circundantes y abrió una de ellas con una patada.
–¿Tienes que ser así para todo?
–Algún día lo agradecerás, novato.
–Bueno, ¿cuál es tu plan?
–Éste es el primer paso –dijo mientras extraía una espada corta–, y éste es el segundo. ¡Tuyo!
Rowan acertó a coger la pequeña daga por el mango.
–¡Podrías haberme cortado! ¡No sé usar estas cosas!
–¿Aún no recuerdas el trato de Lisboa?
–Yo no llamaría trato clavarle una daga a tu comprador en la pierna después de aceptar el dinero.
–Ya, puedes que tengas razón. Pero era más seguro así.
Rowan suspiró mirando al cielo.
–¿Qué vamos a hacer? ¿Robar el barco sin más?
–¿Tienes alguna otra idea?
–Quizás… ¿Hablar?
Alfred siguió buscando objetos para poder utilizar como arma, hasta que desistió en su empeño y miró a su compañero.
–Hablar… Podemos intentarlo.
–La siguiente vez que hagas un trato con alguien, procura no clavarle nada metálico.
–Lo intentaré.
Bajaron por una pequeña escalera de cuerda hasta la arena mojada de la playa. Sus botas se llenaron de agua salada mientras avanzaban hacia el segundo navío. Alfred daba señas de permanecer en silencio hasta que llegaron a una roca cercana.
–¿Consigues ver algo más? –preguntó Rowan.
–No veo marcas de ningún tipo. Parece un barco construido en el sur de Europa, pero no veo nada más.
–Me refería a alguien que respire.
Alfred esgrimió una mueca de cansancio a su compañero.
–El navío parece en buen estado y hay humo saliendo de aquella parte del barco y también en la playa. No estoy seguro, pero creo que hay una pequeña tienda asentada en la playa.
–¿Humo?
–Posiblemente la cena.
–Me muero de hambre.
–Vamos.
Corrieron agazapados hacia la tienda y se apostaron en su entrada: Alfred a la izquierda y Rowan a la derecha. El veterano hizo señas a su compañero para entrar a la vez. Una, dos… ¡Tres! Con la espada en alto, abrieron los pliegues de la tienda y entraron. No había nadie pero un pequeño caldero reposaba sobre una hoguera mientras el agua hervía con algo parecido a sopa.
–¡Busca algo que nos sirva! ¡Rápido! –dijo Alfred.
Alfred rebuscó entre los baúles y los ropajes, intentando encontrar alguna pista de quiénes eran y qué hacían allí. Encontró una pequeño pergamino pero al abrirlo, Rowan susurró:
–¡Alfred! ¡Alfred! ¡Viene alguien! ¡Vámonos!
–Espera, espera…
–¡No hay tiempo!
–¡Mierda! ¡Vámonos!
Alfred cogió el pergamino sin dudar y salió de la tienda. Los dos hombres corrieron playa adentro y se ocultaron detrás de varias palmeras. Un hombre con antorcha se dirigió a la tienda, la apagó y entró dentro.
–¿Has encontrado algo? –preguntó el veterano.
–Nada, ¿y tú?
–Un pergamino. Hay algo escrito pero no me ha dado tiempo a leerlo.
–¿Ni siquiera una marca?
–No.
Alfred desenrolló el pergamino pero no pudo ver nada. La noche era completamente oscura.
–¿Y ahora qué? –preguntó Rowan.
–Lo haremos a tu manera. Hablaremos con el hombre de la tienda.
Continúa en la tercera parte…