El olor a ceniza impregnando el ambiente es lo que más recuerdo de aquella noche. Era imposible escapar de su olor, de su sensación, del terror que representaba, de las miles de preguntas que acechaban en mi mente y a las que no podía dar una respuesta inmediata.
Me encontraba caminando sobre aquella ciudad norteña al pie de las montañas. Si tengo que ser sincero, ni siquiera recuerdo su nombre. Es más, dudo mucho que supiera cómo se llamaba cuando ocurrió todo. Era otra de aquellas noches en las que escapaba de mi ciudad natal y viajaba kilómetros para poder evadirme, respirando un aire diferente al que estaba acostumbrado. No me importaba el nombre de la ciudad, ni la marca de ron que bebía, ni el nombre de las personas sin cara con las que hablaba durante toda la noche. Yo mismo creaba un círculo de sensaciones primarias y ajenas a toda responsabilidad moral. Después de despertarme en una cama que no era la mía con un extraño sabor de boca y un hambre voraz que podía con todo, arrancaba mi coche de 15 años y volvía a tiempo para una ducha rápida antes de volver a introducirme en la rueda que representaba mi oficio.
Aquella mañana abrí los ojos después de que mis párpados se pegasen a ellos repetidas veces y observé el techo de la habitación en la que me encontraba. En efecto, no era mi casa. Bravo por mí, otro fin de semana de vacío absoluto que intentaría olvidar recordándolo durante días. No había nadie a mi lado. Me encontraba prácticamente desnudo en una cama y algo faltaba en el ambiente. Al principio no podía discernir lo que era, pero mi cuerpo y mente estaban más ocupados en ir al baño y vestirme lo mejor que pudiera antes de que alguien me echase a patadas de allí. Refresqué mi cara con el agua del lavabo y volví a la habitación. Las 7:45, aún podía llegar a tiempo al trabajo. Observé con detenimiento el lugar antes de recoger mis pertenencias y es ahí cuando un fugaz pensamiento recorrió mi mente y me hizo partícipe de la situación: era lunes por la mañana y no había ningún sonido en las calles. Ni el motor de los coches, ni voces, ni nada en absoluto. Las cortinas aún tapaban una pequeña ventana de la habitación, así que las aparté. Las vistas no me decían gran cosa: una carretera con tiendas a ambos lados. Yo me encontraba en lo que parecía ser un motel de mala muerte en cualquier barrio de dudosa calificación. Pero ni un alma.
Sin esperar a mi supuesta compañía de la madrugada, salí de la habitación y bajé las escaleras. La tenue luz del sol comenzaba a proyectarse más fuerte sobre mis ojos, cegándome cada vez más. ¿Dónde estaba todo el mundo? El único sonido que se oía era el de unos tímidos pájaros que volaban de vez en cuando sobre mi cabeza. Anduve por la calle fijándome en las tiendas de ropa, gasolineras, ferreterías, cafeterías y talleres. Todo cerrado y apagado. Aún era pronto, pero algunos de los establecimientos tendrían que haber estado abiertos desde hacía un rato. Maldita sea, aún recuerdo esa sensación de completa soledad que me embargaba por dentro. A mí, que en aquel entonces me enorgullecía de mi pensamiento alternativo en el que el afecto y la filosofía del cariño no tenía cabida. Esta ciudad me estaba dando una lección, ¿sería eso? ¿Era el karma intentando hacerme sentir lo que yo había provocado todo ese tiempo? ¿Y qué era ese olor? Llevaba minutos notándolo pero no me di cuenta del todo hasta que empecé a pensar conscientemente en ello. Ceniza, humo, fuego. Busqué su procedencia y giré calles, bajé cuestas, cambié de aceras y caminé recto por varios minutos. Los edificios comenzaron a dar paso a un paisaje algo más llano, donde la luz del amanecer ayudaba cada vez más a vislumbrar mi entorno, viendo un cielo con sol y nubes.
Aquello no eran nubes. Era humo. Humo por todas partes, allá donde alcanzase la vista. El olor a ceniza empezaba a ser tan cargante que tuve que llevarme un pañuelo a la boca en varias ocasiones. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Había habido algún aviso de incendio del que yo no supiera nada? Tuve la repentina idea de buscar algún periódico que alguien hubiera dejado en alguna estación de autobús o mesa de cafetería. Algunos bares contaban con varias mesas en la terraza, pero no parecían haber sido usadas. No había rastros de desayuno, ni de bebidas, ni de cigarrillos. Dirigí mis pasos hasta un banco de una estación donde parecía haber un papel de periódico arrugado. Estaba en muy malas condiciones y presentaba cortes por todas partes pero logré leer lo siguiente:
«Evacuación de emergencia, presentarse en refugios asignados inmediatamente.
Se procede al éxodo masivo de la población costera en un radio de 450 kilómetros.
Evitar cargar con material innecesario.
Incendios detectados en…
Infección».
¿Evacuación? ¿Éxodo? ¿Infección? Las fotos del periódico mostraban colas enormes en los transportes públicos y barricadas del ejército lanzando lo que parecían ser raciones de comida. Un cambio brusco de aire me hizo respirar aún más fuerte el olor a ceniza que venía de todas partes. Así que era eso: toda la zona había sido evacuada por un incendio. No, espera. ¿Infección? Mi mente cabalgaba entre diferentes pensamientos a la velocidad de la luz, intentando encajar todas las piezas del puzzle. Mientras, yo seguía caminando con el papel en la mano, en las calles de una ciudad fantasma. Así que tomé una decisión impulsiva, presa del pánico y del miedo: rompí la ventana de un coche, le hice un puente y arranqué a toda velocidad para salir de allí. El paisaje no cambió en varios kilómetros: aldeas enteras ardían, había caminos cortados, barricadas del ejército abandonadas, coches vacíos y apelotonados en varias intersecciones y un silencio absoluto. Ni una sola persona a la vista. Intenté dirigirme a zonas donde el fuego parecía dar un respiro y conseguí alejarme de todo incendio. Llegué a la costa con el coche y subí por una carretera que rodeaba la ladera de una montaña. Allí, me quedé sin gasolina y el coche se detuvo entre llantos mecánicos.
Escribo estas notas para poder centrar mis pensamientos en todo lo que ha ocurrido y que la confusión de lo que ha sucedido estas horas no me juegue una mala pasada. No tengo ni idea de lo que está ocurriendo y no sé dónde está todo el mundo pero de algo sí estoy seguro: aún tengo la hoja del periódico en mi bolsillo y la fecha de su publicación no es la del lunes, es la del miércoles. He estado tres días inconsciente. Ésta es mi recompensa por ayudar a crear un mundo vacío: un mundo a mi imagen y semejanza.
¡Gracias!
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