La montaña

Imagina la montaña más alta que puedas. Imagina los picos nevados, con la blanca nieve reflejando la luz del sol, sumidos en un silencio que solo el viento helado es capaz de romper. Imagina la ladera de la gran montaña, cubriendo cientos de metros desde el cielo hasta la tierra, a lo largo y lo ancho del paisaje, llena de vida y vegetación. Una visión imponente y magnánima de lo que naturaleza es capaz de formar.

Esta montaña ha resistido el paso de millones de años. Ha visto el inicio de la evolución humana hasta nuestros días. Ha visto nacer y morir imperios. Ha visto la extinción de especies enteras, las guerras más crueles, los inventos más ingeniosos, las grandes proezas que unos diminutos seres llegaron a realizar.

Un día, estos seres llegaron a escalar la montaña. Ella se creía a salvo de la intervención de estas criaturas tan impredecibles, pero no era así. Incluso llegaron a dejar pequeños vestigios de civilización en ella. La montaña se asustó, pues no sabía qué intenciones tenían y no se fiaba mucho de ellos, con razón.

Las dudas eran constantes, el miedo paralizador. Por muy pequeñas que fueran esas criaturas, eran capaces de hacer cosas horribles, modificando la naturaleza y sus recursos para cumplir sus deseos. Su ambición no tenía límites y una ambición sin límites no lleva a buen puerto.

Pero la montaña permaneció impasible. No hace mucho que estos seres merodeaban por ella y no iba a permitir que su dignidad fuese insultada. Ella estaba allí antes, llevaba millones de años observando el mundo, definiendo el paisaje, despertando la admiración de todo cuanto la rodeaba.

Los años pasaron y su preocupación fue en descenso. Su fortaleza había definido su existencia; su impasibilidad, su razón de ser. Ella no tenía manos, ni demasiados recursos para cambiar la historia, pero ninguno de esos seres iba a ser jamás tan grande y longeva como ella. No eran una amenaza.

La montaña entendió que algún día los humanos desaparecerían en alguna de sus estúpidas guerras, que perderían interés en ella o que simplemente se extinguirían. Su concepto del tiempo no tenía apenas rival. Pero ella seguiría allí, dando paso a un nuevo amanecer tras otro, durante millones de años.

Fuerte como siempre, robusta como nunca y eternamente impasible. Y finalmente, la naturaleza seguiría su curso, pues ésta era sin duda, la única madre de todas, la única que tenía en sus manos todo el tiempo del mundo.

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Publicado por Aitor Morgado

Autor de «Escudo de Tinta» y «Buscando a Atlas». Soy escritor desde hace muchos años y me apasionan las letras. También soy Técnico Superior en Comercio Internacional, Técnico Superior en Administración y Finanzas, traductor y especialista en SEO. Me interesan la literatura, la historia, la filosofía, la mitología, los idiomas, la economía digital, las finanzas, el fitness y el heavy metal.

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