Dulce rendición

Viajando por los infinitos confines del espacio durante generaciones, desde donde el tiempo pierde su propia memoria, cuando los números no bastan para explicar ninguna duración y ninguna distancia. La capacidad de medición es inservible y no es más que parte de otro constructo humano para poder definir algo que no puede ser definido. Esperando, aguardando, hasta que un ser racional activara el mecanismo mediante el cual la entidad acudiría a su encuentro. Una entidad que no podía explicarse con ningún lenguaje creado por el ser humano.

45 grados Celsius, un sol abrasador y arena y roca hasta donde alcanzaba la vista. Un uniforme paisaje desértico que se rompía con las pisadas de una minúscula criatura caminando por parajes inhóspitos. El humano llevaba días caminando por una remota parte de un remoto mundo de un remoto lugar del universo. Apenas existían lugares más fríos en esa roca de fuego que giraba demasiado cerca de su estrella, con un baile que se había repetido millones de veces y casi no había variado. Como muchas de las motivaciones de la raza humana, este minúsculo ser racional aterrizó en este planeta debido al afán de descubrir y explorar lo que todavía no había sido escrito. Un cúmulo de leyendas y supersticiones hablaban de un lugar enterrado en la arena a decenas de miles de años luz de distancia. El agua se había acabado, las quemaduras eran graves y el hambre estaba a punto de invadir la propia cordura. Era difícil discernir lo que era real y lo que eran alucinaciones.

Voces. Se escuchaban voces. Graves, muy graves. Tan graves que no parecían capaces de ser pronunciadas por humanos. Volaban por el aire, iban y venían, lo rodeaban, se hacían repentinamente más claras y volvían a desaparecer. Jugaban con él, lo confundían, despertaban las últimas energías vitales que pensaba haber perdido. Quería entender, quería saber si aquello era real, si efectivamente era el fin del camino, fuera cual fuera.

—¿Hola? —dijo al aire.

Su necesidad de oír su propia voz entre esa maraña de voces resultaba reconfortante. Establecía una línea divisora entre la cordura, entre lo que era suyo y todo lo demás. Las graves voces no se apaciguaron, sino que siguieron como hasta entonces. El humano intentó distinguir alguna palabra, alguna estructura. Poco a poco, comenzó a unir y separar sonidos, a analizar tiempos, a establecer la cadencia de las pausas, la frecuencia de las notas.

—Inteligencia.

Continuó caminando hasta que la meseta acabó y un enorme cañón se abrió hasta el horizonte. Permaneció de pie, observando el espectáculo natural de este mundo alejado, de los fuertes colores rojos y anaranjados, mezcla del atardecer y las condiciones climáticas propias de un mundo abrasador. Las voces parecían provenir del interior del cañón, rebotando por los precipicios, de todas las llanuras a la vez y de ningún punto en concreto. El aire parecía más caliente, el sol aún más sofocante. Su cuerpo físico comenzó a fallar y cayó exhausto de rodillas. Aún podía sentir su piel quemada y perlada de sudores, pero por algún motivo, su conciencia despertó. Lo que hasta ahora eran voces inconexas con signos de inteligencia y estructura, se transformaron en un lenguaje. Ahora podía entender lo que decían, lo que expresaban. Y le hablaban a él, únicamente a él. No eran palabras en ningún idioma conocido, no eran voces en el sentido estricto de la palabra; se asemejaba más a un entendimiento puro desde lo más profundo de su ser. Pudo entender que la entidad, la palabra que más se acercaba a definir la procedencia de las voces, era más antigua que el ser humano. De hecho, era más antigua que cualquiera de las especies conocidas en el universo. Hasta ahora, nadie de su raza, ningún humano salvo él, se había encontrado con ella. Por algún motivo, no sintió miedo ni dudas. Tuvo la misma sensación que un encuentro con algo familiar, algo seguro y conocido. Fue un sentimiento de dulce rendición.

El cuerpo físico del humano falló completamente y el sonido de un golpe recorrió el desierto cuando cayó inerte en la mezcla de roca y arena. Su conciencia siguió despierta y esta vez pudo escuchar una voz hablando claramente en su lengua natal:

—Bienvenido a casa.

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Publicado por Aitor Morgado

Autor de «Escudo de Tinta» y «Buscando a Atlas». Soy escritor desde hace muchos años y me apasionan las letras. También soy Técnico Superior en Comercio Internacional, Técnico Superior en Administración y Finanzas, traductor y especialista en SEO. Me interesan la literatura, la historia, la filosofía, la mitología, los idiomas, la economía digital, las finanzas, el fitness y el heavy metal.

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