Alcancé las luces del norte en una fría noche de verano. La temperatura era demasiado baja para los que estamos acostumbrados al sur, pero era una sensación agradable, un respiro de un caluroso verano mediterráneo. Aquella playa era un pequeño refugio, solitaria y alejada de todo lo que conocía. Los colores del atardecer aún pintaban tímidamente el Mar del Norte, el cual se abría ante mí con orgullo. Respiré hondo y cerré los ojos, dejando que el viento acariciase mi pelo, y me imaginé a mí mismo dentro de un mapa del continente.
Imaginé las costas escandinavas, las playas escocesas, el perfil rocoso de los paisajes norteños y las nieves del invierno. También imaginé las leyendas que se cuentan de padres a hijos desde hace milenios en este lugar, su mitología y la magia que imbuyen las montañas, los bosques y sus gentes. Y ahí estaba yo, más al norte de lo que había estado nunca en mi vida, queriendo hablar con los nativos del lugar, conocerlos, aprender de ellos y escribir sobre sus costumbres. Quería poner mi pequeño granito de arena para contar las historias de la tierra que tanto amaban. Pero era hora de marchar, así que abrí los ojos y caminé de vuelta mientras la última luz del atardecer desaparecía detrás de mí.