Aparecieron sin previo aviso. Salían por todas partes: en apartamentos de vecinos de una calle obrera, en lujosos palacios de la aristocracia militar, en restaurantes de las afueras, en autopistas, en centros de salud, en universidades, granjas, bosques, montañas e incluso debajo del agua. Parte ente biológico, parte mecanismo tecnológico, arrasaban con todo en su camino.
No hubo tiempo de estudiarlos, ni siquiera de predecir sus movimientos. ¿Provenían de aquel mismo mundo? ¿Habían llegado más allá de las estrellas? Su ataque parecía modificarse y variar según el momento, según la peculiaridad de cada enemigo con el que se enfrentaban. Varios informes decían que disparaban armas de proyectiles, otros que eran armas de energía y algunos que su ataque era meramente físico. Todo lo que se pudo recopilar en aquellos pocos días de invasión es que su naturaleza era una incógnita.
Aquella colonia independiente había sobrevivido a invasiones anteriores por parte de amenazas extranjeras. El orgullo nacional había alimentado a sus ciudadanos con un mantra constante de una independencia casi mitificada desde su fundación. El estilo de vida desde la creación de la colonia se condicionó con el canto y las odas a los héroes desaparecidos, héroes que ni siquiera los poetas recuerdan si existieron verdaderamente. Toda la sociedad se asentó en una retórica de sagrada independencia y el sustento diario de leyendas que se basaban en lo intocable de su suelo.
El mero hecho de que algo desconocido o extranjero estuviese paseando por sus calles, entrando en estancias privadas y arrasando edificios públicos, supuso la caída del régimen y el desplome del estado. Ni toda la fuerza militar combinada pudo hacer frente a la pérdida de la fe. Al final de todas las cosas, su fortaleza se convirtió en su debilidad. Todos los héroes del mito de la fundación acabaron por provocar la muerte de sus propios hijos, y con ello, de toda una sociedad.
Los poetas nunca pudieron escribir el último verso de su propia historia.