El fin del mundo

Paseo en mitad de los tumultos, entre el olor a ceniza, edificios ardiendo a muy pocas calles y grupos de personas corriendo. No escapan de nada en concreto y tampoco tienen un destino fijo. Únicamente quieren ser parte de la obra, aunque sea como teloneros. Solo que no hay ningún público que les aplauda, ni lo habrá.

Ciertamente, esta ciudad no es lo que antaño fue. Viví en ella demasiados años y pequé de ingenuo pensando que volvería a sentir aunque fuera una ínfima parte de lo que me hizo feliz hacía una década. Ni siquiera sabemos definir la felicidad y todos queremos alcanzarla. No queremos aceptar que la vida no puede vivirse en un permanente estado de tranquilidad o de éxtasis, que es necesario el conflicto, el movimiento, explorar lo desconocido. Sin duda, hemos perfeccionado el arte de engañarnos a nosotros mismos hasta límites insospechados.

Recuerdo esta calle. Recuerdo la distribución de las farolas, los edificios bajos, el ancho arcén. Recuerdo cómo hace años paseábamos todos por aquí, ajenos a los retos del futuro. No éramos conscientes de nada, pero tampoco queríamos serlo. El presente era suficiente y el futuro no llegaría. Pero todo llega, sobre todo para aquellos que nunca se preparan.

La calle sigue siendo prácticamente la misma, pero está vacía, está demasiado silenciosa, le falta color, algo que no sabría explicar. Algo que hace preguntarme si todos los sentimientos que guardamos de los lugares no son más que constructos del momento, de nuestro yo inconsciente de aquella época, y nada más. Si todo es así, esta calle permanecerá vacía. No puedo cambiarla.

Lo que sí recuerdo a la perfección es la tienda de instrumentos que hacía esquina antes de la plaza. Aquí sigue, inmutable e impasible. Me extraña que siga abierta con todos los tumultos a tan poca distancia, pero entro de todas maneras. Pruebo varias guitarras durante unos minutos y finalmente me decanto por una. Doy las gracias al hombre y salgo a la calle con ella.

Más personas corriendo de aquí allá, sonidos de cristales rotos y sirenas de policía a lo lejos. Sigo hasta la plaza; está vacía. Me siento en un banco, de cara a un improvisado público: edificios hasta donde llega la vista. Algunos de ellos arden, otros de ellos están llenos de gente en las ventanas, observando como su particular fin del mundo llega de la mano de aquellos que dicen querer mejorarlo.

Afino las cuerdas y pruebo varios acordes. Comienzo a improvisar una canción melancólica, pero a la vez llena de esperanza. Para mi sorpresa, una mujer se sienta a mi lado y saca su propia guitarra. Me mira sin decir una sola palabra y espera a que comience a tocar de nuevo, así que me pongo a ello.

Durante media hora, nuestros acordes resuenan entre las calles vacías, completando la orquesta urbana. No decimos una sola palabra. Al final, ella se marcha y yo me quedo contemplando el firmamento. Ambos lo entendimos: siempre puede haber música, siempre puede haber belleza y esperanza. Incluso en el fin del mundo.

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Publicado por Aitor Morgado

Autor de «Escudo de Tinta» y «Buscando a Atlas». Soy escritor desde hace muchos años y me apasionan las letras. También soy Técnico Superior en Comercio Internacional, Técnico Superior en Administración y Finanzas, traductor y especialista en SEO. Me interesan la literatura, la historia, la filosofía, la mitología, los idiomas, la economía digital, las finanzas, el fitness y el heavy metal.

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