El silencio es un ruido ensordecedor. Es algo de lo que no me di cuenta hasta que tuve que vivirlo día tras día. Realmente no fue una decisión propia y tampoco creo que sea la elección consciente de muchas personas. El ritmo frenético de una sociedad con miles de estímulos diferentes hace que no queramos abrir esa puerta y pausarlo todo, aunque sea durante un par de días. Antes que afirmar que no estamos hechos para la contemplación quizás es mejor decir que no nos lo podemos permitir.
Las décadas se suceden a velocidad de crucero y cada año parece más corto que el anterior. Suelo pensar que estoy en el otoño de mi vida, donde los días cada vez se hacen más oscuros y el invierno se acerca a marchas forzadas. Mi cara hace tiempo que no llena portadas de revistas y periódicos, y los recuerdos que la gente tiene de mí lucen muy bien en mi primavera particular, pero no ahora.
Es ese silencio, esa falta de estímulos. Maldita sea, no estoy acostumbrado a esto. Las primeras semanas en esta enorme casa junto al lago eran soportables. Pensé que la mudanza de la parte más rica de la ciudad a las afueras me otorgaría paz, pero solo me ha traído desgracia. ¿Es por eso por lo que tantas personas son incapaces de quedarse solas ni un solo día seguido? ¿Tanto miedo tenemos a nuestros propios pensamientos? No lo sé. Lo único que sé es que mis pasos en la madera resuenan hasta los confines del mundo y que el silencio del ambiente solo se ve interrumpido por alguna que otra ave de los bosques colindantes. No es suficiente.
Me dirijo hasta la enorme cocina y abro la nevera para tomar una cerveza. Ya llevo dos, pero supongo que otra más no va a cambiar mucho las cosas. Espera, ¿estoy bebiendo para acallar esa voz interior? Dejo la botella en la encimera y la miro. Qué diantres, ni siquiera me apetece tomar otra. Justo cuando admito mi falta de sed, mi mente viaja hacia épocas pasadas, conflictos sin resolver, estímulos que quiero volver a sentir como si necesitara una dosis más. De acuerdo, cambio de planes: esta noche no se bebe más. Camino hacia el gigantesco salón y observo las paredes donde permanecen colgados todos mis premios y recortes de noticias contando algunos de mis logros. Mi mirada se enfoca entonces en el coche de lujo que tengo como trofeo. Otro «éxito» más.
Más silencio. Más recuerdos. La presión de estos pensamientos está pudiendo conmigo. ¿Seré capaz de admitirlo? ¿De decirlo? Sí. Sí, lo soy. Odio esta casa, odio todo lo que contiene, odio los trofeos, los recortes, ese coche que no pinta nada aquí, la nevera y hasta la cerveza que he dejado en la encimera de la cocina. No puedo más con esto, y lo digo gritando. Salgo de la casa y comienzo a respirar aire puro. Después de meditar durante varios minutos y rendirme ante mi (inconscientemente) deseada catarsis, por fin me doy cuenta de ello: no es el silencio lo que resulta insoportable, es la soledad que he creado, las personas que he sacrificado para poder obtener todo este sinsentido. Tengo fama, una casa llena de lujos y la vida «resuelta», sí, pero vacía y sin amor. Una vida dedicada a perseguir una quimera, a construir una carrera de éxito que todos desean. Una mentira.
Un imperio de barro.