Tiempo

Tiempo robado,
años por segundos,
vidas por minutos,
generaciones en un suspiro.

El reloj no cesa,
el baile no se detiene,
gira el mundo,
danza del universo.

Ojos relativos,
humanidad subjetiva,
que robar tiempo quiere,
comprar algo que no puede.

Ladrones del tiempo,
segundos por años,
minutos por vidas.

Robar el tiempo:
poesía de una ilusión
y suspiro de una generación.

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El libro de los sueños

El bosque dejó entrever un camino por fin. Clara atravesó los matorrales apartando interminables ramas que crujían conforme despejaba el camino. Una de las espinosas ramas hizo que su tobillo sangrase levemente por una herida recién formada. Apareció al final del camino, entre el verde del musgo y la oscuridad de la noche, una mugrienta puerta de madera. Clara empujó y empujó hasta que la madera cedió y la puerta se abrió desprendiendo sendos trozos de madera.

–¿Hola? –preguntó al aire.

No hubo respuesta inmediata, pero un hedor y frío intensos enturbiaron los sentidos de la chica.

–He venido por fin –dijo ella.

Dio pequeños pasos observando todo a su alrededor. Se encontraba en una estancia de madera en medio de una ciénaga del bosque. La tenue luz de la luna se filtraba entre el techo desigual y las ventanas rotas. En el centro, un caldero hervía con furia.

–Hola, muchacha –dijo la tenue voz.

Clara seguía sin ver demasiado entre toda la oscuridad, pero cuando sus ojos se acostumbraron a ésta, diferenció una forma humanoide y alargada envuelta en una larga túnica de pies a cabeza. Su rostro de nariz puntiaguda y sus dientes podridos no hicieron que su respiración se relajase.

–¿Eres tú? –se atrevió a decir por fin.
–Sí, soy yo. El Soñador.
–¿El Soñador? Curioso.
–¿Qué te parece curioso, muchacha?
–Como una… cosa como tú es capaz de definirse a sí mismo como El Soñador.
–¿Por qué me juzgas tan rápido? –dijo sorprendido.
–¿No es obvio?
–Criatura insolente. No sé lo que habrás leído en tus libros de cuentos, ni lo que las gentes de la aldea dirán de mí. Pero sin mí, no seríais nada.
–¿Por qué dices eso?
–Ven aquí, acércate al caldero.

Clara se sintió extrañamente más relajada. Era la primera persona de la aldea que se atrevía a visitar al ermitaño en años.

–¿Qué se supone que voy a ver?
–¡Mira!

Cuando la muchacha observó al caldero pudo ver los sueños de los miembros de su familia, sus deseos de prosperidad y felicidad, sus ganas de vivir. Incluso vio los suyos propios.

–¡Es mi familia! Pero… No lo entiendo. Pensé que eras un ser malvado.
–Si es así, ¿por qué has venido? ¿No te asusto?
–Me asustabas. He venido porque me he escapado de casa.
–Ya veo. Y has venido al único lugar al que tienes prohibido ir. Sabia decisión para preocupar a tus padres.
–¡No es eso! Yo… Tenía curiosidad. No… No sé, tenía que verlo con mis propios ojos. Estaba harto de hacer caso a lo que decía la gente.
–¿Y cómo sabías dónde vivía?
–Leía. Muy pocos en la aldea leen. A mí siempre me ha gustado. Hace un tiempo encontré un libro que hablaba de ti en una doble balda del almacén del ayuntamiento. Creo que fue escrito hace décadas y apenas se podía leer nada pero dejaba claro que no eras lo que se decía. En el libro, el caldero no contenía embrujos horribles ni tripas de sapo, sino los sueños de la gente. Que tú eras quien los hacía. No hice caso al libro ni me atreví a venir aquí hasta que discutí con mis padres.

El Soñador rió.

–¿Qué te hace tanta gracia?
–Me acordaba de mi juventud –respondió mientras miraba apaciblemente al vacío.
–Tú… ¿Fuiste joven?
–No, nací de un cruce entre un vampiro y un jabalí.

Clara lo miró sin decir una palabra. El Soñador volvió a reír aún más alto.

–Claro que he sido joven. Yo vivía en la aldea. –Su rostro cambió por completo–. Vivía en una aldea vacía, no porque no hubiera naturaleza, ni animales, ni personas, ni tierra fértil. Las gentes no soñaban, no aspiraban a más, solo se conformaban. Así que decidí cambiar eso. Decidí hacer que la vida no fuese solo rutina, sino que cada persona pudiera soñar.
–Y supongo que es ahí donde empezaron los problemas…
–Sí. Fui desterrado de la aldea.
–¿No se supone que intentabas ayudarlos? ¿Por qué iban a hacer algo así?
–Mis propuestas de cambio no fueron muy bien aceptadas. La gente simplemente tenía miedo a salir de la comodidad. Los asusté. Así que me establecí en esta ciénaga y me propuse alimentar sus sueños de otra manera. Aprendí cómo hacerlo a través de este caldero.
–Con magia.
–No exactamente. No les estoy envenenando con pociones ni hechizos de los cuentos. Simplemente les hago ver cómo podrían cambiar sus vidas si se decidiesen a soñar un poco más. Ellos son a fin de cuentas quienes toman esa decisión.
–Tengo que irme. Mis padres estarán preocupados.
–Márchate. Puedes volver cuando quieras pero ten cuidado. Y no le cuentes esto a nadie.

Cuando Clara estuvo a punto de cerrar la puerta, El Soñador esbozó una sonrisa y dijo:

–Página tres del libro. Coge una vela y lee las marcas de abajo. No lo olvides.

Clara volvió a su casa sin saber qué pretendía decir con eso. Después de arreglar las cosas con sus padres, subió a su cuarto y sacó el libro que tenía escondido. Lo abrió por la tercera hoja, tal y como había hecho otras veces. Observó su contenido sin ver nada nuevo. Acercó una vela al extremo inferior y palpó la hoja con los dedos para encontrar las marcas. Poco a poco, formó una frase que leyó lentamente en voz alta:

«Camina hacia tus sueños y nunca te detengas. La vida te recompensará. Vuestros sueños siempre serán los míos. Firmado: El Soñador».

Brisa de verano

El verano llegó un año más,
con los vientos cálidos del sur
y con las brisas marinas del norte,
olor a comida en las terrazas
y sabor a cerveza en los labios.

La música suena por las calles,
las sonrisas relucen más aún,
el sol otorga esperanza
y el mar lo acompaña.

Tú viajabas al norte,
y yo iba hacia el sur.
¿Por qué entonces,
posaste tu atención en mí?

Aún recuerdo tu voz entre mil,
tus ojos siguiendo mi mirada,
tu sonrisa despreocupada,
el calor de la juventud.

En un mar de gente,
tú fuiste mi sol en la noche
el calor de un invierno
el limón de mi cerveza.

Creíamos que el verano no acabaría,
que de algún modo,
nuestra juventud no se extinguiría.
Septiembre fugitivo,
eterno agosto.

El calor dio paso al frío,
y las calles apagaron su música
pero yo siempre recordaré aquel verano,
porque cuando junio llega, también llegas tú.

Tú eres mi viento cálido,
mi brisa marina
y el mejor sabor que han tenido mis labios,
de aquel y de todos los veranos.

Calma

Un insignificante punto se movía en el gran océano de oscuridad. Un objeto apenas perceptible que rompía la tranquilidad y la gran calma del espacio. Los astros, ajenos a todo interés, continuaban su lenta pero constante danza. La inteligencia que habitaba en el objeto recopiló los datos del pasado. Humanos, tierra, vestigios de una civilización perdida. Todos los logros, caídas, sueños y luchas de millones de años de evolución. Ahora, generaciones después, no quedaba nadie en el sistema solar. Ningún rastro de la infinidad de sucesos que la primitiva raza aconteció. Únicamente silencio. La inteligencia del objeto analizó todos los posibles destinos que esta civilización podría haber tomado. Siguió su camino hacia otros sistemas, en busca de una raza ancestral que había construido su legado a través de las estrellas.

Arte humano

–Señor Friedman. ¿Puede enseñarme el resto? Le aseguro que incluiré todo lo que vea aquí en mi siguiente columna del periódico.
–Claro, pase.

La amplitud del estudio describía una variedad de zonas divididas por pequeños tabiques separadores, iluminadas por amplios ventanales con vistas a los suburbios. En cada zona del estudio se exponía privadamente una obra del artista anfitrión. El periodista se detenía en cada una de ellas mientras tomaba apuntes en su libreta.

–¿Desde cuándo construye obras como las que estoy viendo? –preguntó el periodista.
–Desde los 16 años, aproximadamente.
–¿Cómo ha llegado hasta este tipo de arte?
–Bueno. Cuando estaba en el instituto me apunté a unas clases extraordinarias relacionadas con la pintura. Un par de años más tarde, a los 18, me interesé por la escultura. Me apasionaban las esculturas de la Antigua Grecia más que ninguna otra. ¿Ha observado alguna vez la nitidez de las túnicas de aquellas estatuas? Son una pura obra de arte. Casi parece que se puede doblar sus mantos apretando los dedos contra la piedra.
»Años después, cuando terminé la carrera, me apunté a un pequeño grupo que trabajaba con escultura moderna. Me enseñaron varias cosas que no aparecían en los libros de la universidad: movimientos modernos y abstractos que estaban empezando a surgir tímidamente.
»En una exposición grupal tuve la oportunidad de presentar mi segunda obra después de varios intentos. Resultó ser todo un éxito. Después de eso, tuvimos la ocasión de que nos contratasen individualmente. Me alejé cada vez más del grupo hasta que por fin formé mi propio estudio. No me puedo quejar. Tengo una vida austera, pero vivo de lo que me gusta y soy feliz con lo que tengo.
–Hace poco, mi periódico publicó un artículo en contra de los nuevos movimientos de arte. El redactor dijo algo parecido a «arte de segunda clase». ¿Qué opina de todo esto?
–No es la primera vez que lo oigo. Respeto su opinión, pero tengo claro lo que hago y por qué. Es un método de sacar lo que llevo dentro, expresión de sentimientos, conciliación conmigo mismo, búsqueda interior.
–Sin embargo, pocos quieren entender su arte.
–Creo que en este caso, solo el artista es capaz de comprender enteramente su propia obra. Si se da cuenta, es como una canción que nos maravilla. Todos entendemos la letra, todos admiramos la música y muchos hemos visto el videoclip. Sin embargo, el mensaje de la canción no es siempre el que creemos que es. Existen muchos factores que condicionan su significado real. Al igual que una canción nos marca por el momento o la persona con la que la escuchamos, el artista se sumerge en su propio ser para escribir un significado propio e íntimo que no todo el mundo llega a comprender.
–¿Diría usted que eso es lo que ocurre con sus obras, señor Friedman? –dijo el periodista volviendo a alzar la cabeza de su libreta.
–Totalmente. Cuando expreso mi arte no busco el entendimiento total. El entendimiento total en el arte es una ilusión. Nos engañamos creyendo creer el significado total de una obra al igual que la canción, y no es así. Los factores condicionantes son demasiado íntimos y complejos como para que todo el público pueda admirarlos. No. Yo pienso que la belleza en este asunto reside en el propio significado que cada individuo le ofrece, en conjunción con lo que el artista ha dejado ver en su obra, sea mucho o poco.
–¿Cree usted, a pesar del pensamiento que usted comparte, que sus esculturas son menos llamativas para un público amplio? Que, en comparación, solo una minoría se interesa hoy día por verlas. Perdone la franqueza, son datos de la encuesta realizada hace dos semanas por mi periódico.
–No se preocupe, entiendo lo que quiere decir y no me ofende. Le voy a contar algo –dijo Friedman hasta que se detuvieron en el último ventanal–. Desde el inicio de los tiempos, el ser humano ha expresado sus inquietudes, preocupaciones, festejos, felicidad, amistad, amor y demás sentimientos fuera de la forma que fuera. Desde los primeros grabados tallados en la roca hasta la última canción del top 100 en la radio. ¿Por qué? Yo tengo tres opiniones.

»La primera de ellas es quizás la más egoísta. Se trataría de hacer arte con ánimo de lucro y reconocimiento. Reconocimiento encauzado a más reconocimiento por el simple hecho de ganar dinero. Aunque por supuesto, existen los artistas que han conseguido unas ganancias enormes con sus creaciones. Eso no significa que todos los que hayan triunfado económicamente con sus obras pertenezcan a esta vertiente. Para nada, todo lo contrario. Como decía mi padre: «En todos los jardines crecen buenas y malas hierbas».

»La segunda opción sería la creación de un legado: creación de arte, plasmado de opiniones, grabado de los hechos y acciones concretas. Todo lo necesario para que tu nombre no caiga en el olvido. Esta opción, al igual que la anterior, no tiene nada que ver en hacer arte con el corazón. Se podría hacer con el corazón o se podría no hacerlo. Algunos considerarían una suerte que tu legado fuese justo aquello que te hace feliz, a lo que te dedicas por vocación y entusiasmo toda tu vida.

»La tercera sería por puro placer y pura necesidad. Usar tu mente para crear algo que tu corazón intenta describir. Al igual que los primeros humanos dibujaban en las cuevas, los egipcios construían sus pirámides, los griegos sus esculturas, los renacentistas sus capillas, el soldado de la Primera Guerra Mundial que grababa su nombre en la arena de Galipolli… No sería una razón concisa. No sería una razón que se pudiera describir con palabras. Sería algo humano. Algo que el ser humano necesita hacer generación tras generación. En este caso, no sería por reconocimiento, ni por fama, ni por crear un legado concreto. Supongo que la raza humana lleva el arte en sus genes como método de expresión para intentar explicar quién es, de dónde venimos y adónde vamos. Sus victorias, sus fallos, su empatía, su vacío, su humanidad. En definitiva, la definición de un ser humano.

Luna

–¡Nashia! ¡Ven, pequeña!

La niña dejó de jugar en el charco para acercase a la hoguera. Se irguió y fue corriendo hacia su abuelo. Éste le miró con simpatía y felicidad apreciando la inocencia y felicidad de la infancia.

–¡Ya estoy aquí, abuelo!
–¿Qué hacías, pequeña?
–Pues… Estaba jugando en el charco. ¡Se ven las estrellas y la luna en el agua!
–¿Sabes que no todo el mundo puede ver las estrellas como nosotros?
–¿Por qué no? –preguntó Nashia con curiosidad.
–Fíjate en nuestro alrededor, cariño. Vivimos en una aldea en el monte, rodeado de montañas y árboles y solo necesitamos un poco de luz para realizar nuestras tareas. ¿Sabes qué tiene que ver eso?

La niña negó con la cabeza mientras lo miraba sin parpadear.

–Es debido a que la gente en las ciudades utiliza mucha luz para realizar sus tareas y eso hace que tapen la luz de las estrellas. ¿Recuerdas cuando te llevé con tus padres a la ciudad, cuando eras más pequeña?
–Sí, me acuerdo, todo era muy extraño y lleno de luces.

El abuelo de Nashia solía contarle historias de todo tipo y ella las recibía y escuchaba atentamente. La pequeña ya estaba esperando un nuevo cuento para aquella noche, y acertó.

–Se cuenta que antiguamente en el cielo, vivían Luna y su hermana Leina. Leina era la mayor de ellas, y cada noche aparecían en el cielo nocturno. Luna salía poco después que su hermana mayor y compartían la noche hasta el amanecer.
»Una medianoche como otra cualquiera, las estrellas desaparecieron del cielo. Todo el mundo salió de sus casas y los que dormían se despertaron por los gritos de asombro de sus vecinos. Miraron hacia el cielo a la espera de que aquella noche sin nubes volviese a traer de nuevo aquellas luces. Nadie durmió durante horas observando el firmamento. Cuando el sol dio paso al día, todo volvió a la normalidad aunque con la incertidumbre de lo que ocurriría la noche siguiente. Y en efecto, las estrellas no aparecieron.
»Noche sí, y noche también, las dos hermanas observaban la tristeza de las gentes que vivían en la tierra. Luna, la menor, advirtió a Leina de que no hiciese nada al respecto, de que algún día volverían y todo se solucionaría. Pero los meses pasaron y no regresaban. Así que una noche, Leina no salió como siempre. Tal era su tristeza por sus compañeras desaparecidas que lloró durante 100 noches. Un espectáculo de luces se cernió sobre las gentes de la tierra, como miles de fuegos artificiales de diferentes colores bailando en el cielo. Por desgracia, Leina murió, pero sus lágrimas crearon las estrellas que hoy conocemos hoy en día y pudimos volver a dormir en paz.

–¿Y qué paso con Luna? -preguntó Nashia.
–Es la que ves cada noche, pequeña. Luna se quedó sola en el cielo y cada noche, cuando ves que se mueve entre las estrellas, significa que está buscando a su hermana mayor, a la espera de que algún día pueda volver a verla.

Nashia derramó un par de lágrimas sobre sus mejillas y dijo al abuelo:

–Es una historia triste. No me gustan las historias tristes.
–Tiene una moraleja.
–¿Y cuál es?
–No todas las lágrimas son en vano.

Un falso techo

El motor del coche rugía con furia conforme se adentraba en las montañas. El desdichado hombre escapaba, huía, volaba. Sus lágrimas pasaban desapercibidas en el agua de lluvia que se introducía por la ventanilla rota. Anduvo entre caminos serpenteantes y escaleras que la luna apenas dejaba entrever. Encontró su solitaria casa y abrió la puerta entrando a su último refugio, la última escapada que haría en mucho tiempo. Allí, pasó días y noches interminables junto a sus pensamientos.

«Aquí estaré solo, no volverán a hacerme daño».

La tranquilidad de la soledad, la imposibilidad del rechazo, la indiferencia ante la maldad humana… Buscaba todo aquello, pero no era más una ilusión. Era su propio miedo quien lo manipulaba. Un miedo que negó su fuerza y destruyó todo su coraje, hasta que finalmente ganó la batalla.

«Aquí no estarás solo, no volverán a hacerte daño».

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