Individualidad

Como cada mañana, Elvira se despertó a las siete. Se metió bajo el grifo de la ducha y estuvo un buen rato hasta que el frío invernal se despegó levemente de su cuerpo. Para aquel día escogió una blusa azul celeste. Aunque el día estuviera lluvioso y oscuro y la cazadora no le dejase mostrar su nueva blusa, pensaba que conseguiría resaltar unos alegres colores en la oficina. Después de desayunar cogió las llaves de su piso, el pequeño maletín de la oficina y su paraguas negro. Salió por la puerta de casa y bajó sola en el ascensor. Al salir del portal notó algo diferente: una sensación que no podía describir fácilmente. Le invadió ese sentimiento extraño durante su trayecto hacia la parada del autobús y esperó al de las 7:40. Algo no andaba bien. No era el gris del cielo, ni la lluvia, ni el intenso frío de enero. Era la gente.

La gente que se encaminaba cada día a sus quehaceres diarios sin esbozar una sonrisa hasta que volvían de su jornada diaria. La gente que en el transporte público intentaba alejarse la mayor distancia posible unas de otras. La gente que no se preocupaba en agradar con amabilidad el día a aquellas personas que lo intentaban con esmero. O la gente que en resumen no miraba por el bien común. Sin ambiciones, sin ganas de experimentar, sin motivación. Su vida era por y para la rutina. Su único objetivo: la jubilación.

Así que Elvira siguió pensando mientras pagaba el billete del autobús y se sentaba en una zona concurrida. No quería ser como ellos. Quería adornar su vida de algo mejor. Quería que cada día que pasase no fuese otra cuenta atrás hacia un fin de semana que sería desaprovechado. Quería que gracias a sus actos el día de alguien fuese recordado con alegría. Quería sentir que las personas estaban en realidad más unidas de lo que aparentaban. Necesitaba saborear que su día a día fuese algo por lo que mereciera la pena vivir.

Antes de llegar a su destino se quitó la cazadora, resaltando el color azul celeste de su blusa por encima de los colores grises de los pasajeros. Cuando bajó del autobús, esbozó con naturalidad su mejor sonrisa. Varios transeúntes sonrieron a su vez cuando la vieron. La extraña sensación de Elvira finalmente desapareció.

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Pasado y futuro

El pasado siempre llama,
por todos conocido,
por ninguno ignorado,
por la noche abrigado.

Pues es el pasado
un caminante sin camino,
un rey sin trono,
un general sin ejército.

Es el poder de tu recuerdo
quien alimenta su esencia,
quien acerca su aliento,
hasta erizar tu piel.

Libraste tu mayor batalla,
entre el fuego del anhelo,
entre espadas de ira
y contra escudos de duda.

¿Quién es tu pasado?
¿Amigo o enemigo?
¿Compañero o aliado?
¿Prisionero o carcelero?

Eres lo que fuiste,
y serás lo que eres ahora.
Por eso te digo lo siguiente:
si escribes tu pasado,
¿por qué no escribes tu futuro?

Una mirada

Hoy la mira. Hoy aparta su mirada de todo aquello que considera superficial. Solo quiere ver a su mujer, aquella persona con la que se casó hace más de 30 años. Se sienta delante de ella, pero tiene la mirada perdida. La televisión está encendida pero no hay más que anuncios y programas basura. Hace años que no se aguantan la mirada, que no observan aquel destello en sus respectivos ojos. Por eso, la mujer se sorprende y se queda mirando a su marido. ¿Cuándo fue la última vez que la miró así? ¿Cuándo fue la última vez que ella le correspondió de aquella manera?

–¿Cariño? –le dijo él.

La expresión de la mujer cambió repentinamente. Su rostro se rejuveneció, los pliegues de su piel parecieron más jóvenes por un momento, una sonrisa que hace años que no aparecía surgió entre un mar de rutina. Como un niño que se da cuenta de algo obvio, la mujer le dice:

–Ya no somos jóvenes.

Acto seguido, el rostro de la mujer vuelve a envejecer y su mirada vuelve a perderse en el vacío. El hombre la sonríe y con un gesto delicado de la mano vuelve a guiar el rostro de su compañera hacia el suyo.

–Somos jóvenes –le dice–. Volvamos a empezar.

Oda a la autenticidad

Eres tú
la que calla cuando lo desea,
la que no se ríe cuando no quiere,
la que sonríe desde la verdad.

Eres tú
la que dice sí cuando lo desea,
la que dice no cuando no quiere,
la que rompe sus cadenas.

Eres tú,
cuando no sigues el rebaño,
cuando ignoras palabras necias,
cuando piensas por ti misma.

Eres tú,
cuando no necesitas demostrar nada,
cuando te valoras cada día,
cuando no conoces la mentira.

Sigues siendo tú,
porque tus palabras son generosas,
porque tus opiniones son ricas,
porque el respeto es tu principio.

Son tus actos,
los que te llenan de dicha,
los que inspiran amor a los demás,
los que construyen un mundo mejor.

Eres tú…
Y ésta es mi oda a la autenticidad.

Espejo

Me levanto por la mañana sumido en la niebla del sueño y observo ese desconocido mirándome en el espejo. Limpio el cristal agrietado para ver mejor su rostro. Veo una cara sin expresión, unos ojos que miran al vacío, un ser que no reconozco reflejándose en el cristal. Él es yo, y yo soy él. Todo lo que yo quiero ser, todo lo que anhelo y todo a lo que aspiro. Toco el espejo con una mano, me adentro en él y dejo que me absorba, fusionando mi ser con el suyo. Ya no volverá a mirarme con esos ojos inexpresivos nunca más.

El saxofonista

No era consciente de cuánto tiempo llevaba tocando allí, tampoco sabía si alguien lo escuchaba. Su simbiosis con el saxofón era puramente vocacional. No buscaba monedas, ni aplausos. Tocaba en la calle cada sábado, a la misma hora y en el mismo lugar. Ya fuera invierno o verano, el pequeño callejón recibía a su anfitrión entre el silencio y la puerta trasera del Waterfront Pub. De vez en cuando, los clientes salían y se quedaban escuchando por curiosidad, pero ninguno de ellos mostraba demasiado interés en las notas del saxofonista. El increíble talento del hombre pasaba desapercibido en un lugar que no estaba acomodado para tales eventos improvisados. Sin una barra, un lugar donde sentarse o un lugar donde no pasar frío en invierno, los transeúntes acabaron conociéndolo como el saxofonista del callejón, relegado a un segundo plano. Irónicamente, el Waterfront Pub ofrecía conciertos gratuitos de jazz cada sábado por la noche. El saxofonista disfrutaba mezclando las notas del artista desconocido que provenían del interior, jugaba con ellas, las cambiaba y alteraba, dominaba con frenesí el estilo y el tono, experimentaba. La mayoría de los sábados, cuando el artista del pub acababa su concierto, él detenía su respectivo concierto privado. Escuchaba los aplausos de su interior, los gritos de júbilo, los cristales de las copas tintinear a lo lejos, las conversaciones que subían de volumen gradualmente y los instrumentos siendo recogidos. Los gerentes del local lo conocían aunque nunca trataban con él. Nunca le dieron oportunidad ni fue invitado al interior, pero a él nunca le importó.

Un sábado como otro cualquiera, en plena noche de invierno, hubo un importante concierto de jazz. Los aclamados músicos entraron acompañados de las voces de sus seguidores y comenzaron a montar el escenario mientras los clientes aún refrescaban sus gaznates con refrescos y bebidas alcohólicas. Cuando las notas comenzaron a sonar, algo falló. Algo se había vuelto vacío e incompleto. Los reconocidos integrantes del grupo, tanto nacional como internacionalmente, tocaron al igual que docenas de veces anteriores en otros locales. El mismo sonido de su último álbum superventas, las mismas canciones que tanto se escuchaban en las cadenas de radio de todo el país. Mas un silencio cubrió el final del concierto. Cuando los artistas abandonaron el Waterfront Pub, los gerentes del local programaron otros conciertos diferentes, todos con los mismos resultados. Desesperados por mantener a la clientela que cada vez escaseaba más, buscaron todo tipo de soluciones y recurrieron contratar al saxofonista del callejón por una noche. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrieron que se había ido y llevaba semanas sin venir.

El saxofonista llevaba meses completando las notas de los artistas invitados del interior del pub, creando unas notas tan bellas y una atmósfera tan profunda que maravillaba a los oyentes. Los clientes disfrutaban de la música del pub cada fin de semana; llegaron a sentirse parte de la melodía, afinaban sus sentidos, moldeaban su ánimo. Lo que no sabían y nunca supieron es que fue el amor a la música de un músico sin nombre lo que provocó su fascinación.

El último sábado de enero, el Waterfront Pub cerró sus puertas definitivamente. Una nota pegada a la pared de ladrillo del callejón aún ondea al viento hoy en día:

«Gracias por tocar conmigo. Nos volveremos a ver».

El barco de ron

Una mota de polvo en el mar. Una isla perdida en la inmensidad del océano, con altas colinas, precipicios y valles frondosos. Aún había pequeños restos del gran galeón de guerra naufragado meses atrás. En la fatal derrota a manos de la armada holandesa, los cañones bombardearon en totalidad su casco, dejando la madera inservible para su reutilización.

Las caprichosas mareas balanceaban un mugriento bote salvavidas. Desertando de una batalla perdida y escapando de una prisión de hierro que lo aguardaba en el navío victorioso, Randall perdió el conocimiento muchos kilómetros más allá de la zona de naufragio. La armada holandesa no pudo localizarlo y cesó la búsqueda.

Despertó horas después, con el hombro ensangrentado y el estómago vacío. Solo le bastó el sabor intenso a agua de mar y sangre para recordar lo que había ocurrido. Intentando apartarse de las olas que chocaban contra la arena observó su nuevo hogar: la isla. Aceptando lo ocurrido, Randall rió como un loco y palpó el bolsillo de su camisa. Vitoreó al cielo y extrajo su petaca de ron.

–No tengo remedio. Acabo de naufragar y ya estoy pensando en el ron. En fin… ¡Por la armada holandesa y sus grandes conquistas! –se dijo a sí mismo pegando un gran trago.

Con el paso de las semanas, Randall tuvo que aprender a cazar, cultivar y recoger agua dulce como le fue posible. Sus conocimientos de carpintería y tala de árboles le ayudó a construir un refugio a prueba de tormentas, pero la madera no era de la calidad suficiente como para construir un navío tan seguro que pudiera cruzar el mar. Lo mejor era esperar un rescate. Apenas había tiempo para aburrirse. La supervivencia en aquella isla era más que suficiente entretenimiento para mantener cuerpo y mente ocupados, aunque echaba de menos el ron, su amado ron. No había probado gota desde que se acabó el líquido de la petaca.

Una noche, semanas más tarde, Randall despertó con brusquedad. Cerca de la colina más alta, al final de la playa, divisó un gran navío de guerra inglés que estaba siendo aniquilado por piratas. Los fogonazos de luz se iban apagando conforme no quedaban más que restos de lo que anteriormente era una de las máquinas de guerra más gloriosas de la armada. Randall subió la colina a través de los pequeños setos hasta llegar a su punto más alto. Observó toda la noche como los piratas blasfemaban contra el imperio, saqueando todo a su paso hasta no dejar más que escombros. Horas más tarde, los asaltadores se perdieron en el horizonte del mar. En las luces del amanecer, el holandés bajó la colina para intentar recuperar algo del botín inglés. Buscó y buscó por los enormes escombros y su corazón se aceleró cuando encontró cargamentos enteros de ron, pero ninguno de ellos lleno. Los únicos que quedaban indemnes estaban demasiado contaminados por la pólvora de los cañones.

Las siguientes semanas, Randall, cansado de esperar un rescate que nunca llegaría, decidió recuperar los enormes barriles del navío y transportarlos a la playa. Con unas herramientas precarias consiguió construir un barco de madera hecho exclusivamente de barriles de ron. «Una deliciosa ironía». Empujó con fuerza su pequeño bote hacia el mar con varias provisiones encima: comida, restos de naufragio y utensilios que le podían resultar de utilidad. Pasaron horas desde que se despidió de la isla y comenzó a inspeccionar minuciosamente su cargamento. El pequeño navío podía soportar sacos enteros del botín que los piratas habían dejado a su suerte. Había de todo: brújulas, cubiertos, dibujos, mapas… Entre los restos de una bolsa encontró una gran cartera hecha de piel. Le asaltó la curiosidad y la abrió. En su interior había una vieja carta escrita en su idioma.

«22 de abril. Escribo estas palabras apresuradamente porque hemos avistado barcos piratas en rumbo de combate. Sigo encerrado en la bodega y prisionero de los ingleses. Mi única pertenencia la dejo en esta bolsa.»

Randall sacó un objeto metálico próximo al papel.

«Cualquiera que lea esta carta, ya sea inglés, holandés, español o francés, que se lo tome a mi salud. Estoy harto de esta guerra y de los caprichos de mis capitanes. Al menos alguien disfrutará de mi pequeño tesoro una última vez.»

Las últimas palabras eran inteligibles, pero Randall sabía lo que tenía que hacer. Cogió la petaca del interior de la bolsa y bebió el ron que contenía. Vitoreó al cielo como hizo el primer día de su estancia en la isla y entonó una canción que solía cantar con sus compañeros de la armada.

Bravos son los mares de occidente,

fuertes son los vientos del oeste,

furioso es el barco y su capitán,

¡pero mi botín jamás me arrebatarán!

¡Por Holanda! ¡Por el Caribe! ¡Por el ron!

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