Enfundado en mis ropas de invierno, con los guantes en los bolsillos de los pantalones y mi postura cabizbaja, esperaba como todas las noches a que el metro llegara a la estación. Días, semanas y meses, como un hámster que corre dentro de su rueda, como un pez que se deja arrastrar por la corriente, como una polilla hacia la luz de la llama. Pero aquella noche sentí algo. No era nada físico; era una inexplicable sensación que provenía de mi interior, abriendo mis ojos, despertando mis músculos e irguiendo mi espalda. Mi yo del futuro me observaba a través de las mareas del tiempo. No había palabras, solo un sentimiento. El tren llegó pero no subí a él. Decidí cambiar de rumbo y ver hasta dónde podría llevarme este nuevo camino que se había abierto ante mí. Decidí despertar y hacer de mi tiempo un compañero, no un mero espectador. Las agujas del reloj: el sonido de la vida y un eco de la muerte.
Estrellas
Solo un hogar al que volver,
un fuego que avivar,
un ídolo al que rezar
y unos ojos que adorar.
Fría noche de invierno,
estrellas que se apagan,
un sol que no da calor
y unos ojos que amar.
Una mirada
que atraviesa continentes,
y derriba
montañas de historia,
que otorga luz
en la oscuridad,
y brinda la vida
donde antes
solo había muerte.
Tus ojos serán mis estrellas,
la única luz que necesito
a partir de esta noche
y todos los días.
Legado
Un día más en la calle y otra lluvia torrencial que no amainaba. El gentío andaba por la acera con su acostumbrado y urgente paso de ciudad. Sombras borrosas de personas en largos abrigos y paraguas pasaban a miles, desde el amanecer hasta que las calles morían de nuevo. El hombre de la larga barba pasaba desapercibido entre las miradas rápidas de los transeúntes, mientras las pocas monedas de su plato resonaban con escasa esperanza de poder llenar la tripa aquel día.
Él se sentaba en el mismo rincón todos los días. Dormía allí, comía allí y disfrutaba de la compañía de su fiel perro, quien nunca lo abandonaba a pesar de que él también estaba hambriento, y a veces incluso comía más que el propio hombre. En ocasiones cambiaba de calle para probar suerte en una nueva esquina, pero las caras seguían siendo igual de borrosas. Las miradas seguían siendo escurridizas, demasiado acostumbradas a las penurias de este tipo, con sentimientos que el individualismo creciente enterraba en lo más profundo. Sin embargo, él nunca se tomaba nada como algo personal; a veces incluso se preguntaba si él no haría lo mismo de estar en su misma situación. Era una pregunta difícil de responder y que requería apartar por completo todo el ego y la ética que uno podría tener.
«Espero que no», se decía él repetidas veces.
El hombre de la larga barba dormía a intervalos. Las pesadillas y el frío eran difíciles de congeniar para poder dormir de noche del tirón. Algunos vecinos de la calle consideraban al hombre como parte de la escena urbana. Sabían que siempre estaría allí, pidiendo una moneda más. En cierto momento, comenzaron a sospechar de él. En una época en la que pudo llenar su plato de dinero suficiente para poder comer copiosamente, tanto él como su perro, e incluso comprar varios libros, el hombre parecía estar cada vez más delgado. Esto atrajo las sospechas de los vecinos, quienes aseguraban que todo el dinero lo gastaba en bebida y que mientras nadie lo veía, se emborrachaba por las noches para ahuyentar el frío, conciliar el sueño y olvidar todo lo posible. Incluso había gente que aseguraba haberle visto en la tienda de licores comprando varias botellas de ron.
A partir de ese momento, el plato comenzó a estar cada vez más vacío. En una época de escasez, los vecinos no estaban dispuestos a alimentar los vicios de nadie que no fueran ellos mismos, lo que por supuesto, era más aceptable que los vicios del resto. Así pues, el hombre de la larga barba había bajado de peso hasta que comenzó a afectarle a la salud. Muchos de los transeúntes comenzaron a pensar que se lo merecía, por gastarse el dinero en bebida en vez de en alimentarse como era debido.
Un día, el hombre de la larga barba no permaneció en su mismo rincón de la calle. La gente comenzó a fijarse en tan extraño acontecimiento, después de meses, e incluso años de verlo allí. Comenzaron a hacerse miles de preguntas, alimentados por la curiosidad.
—Mamá, ¿dónde ha ido el señor de la barba? —preguntó el hijo de una de las vecinas que se negó a darle dinero durante meses.
—No lo sé, hijo. Pero si lo ves, no te acerques a él.
—¿Por qué?
—Es un borracho. No quiero que hables con él, ¿entendido?
—Vale.
El niño, en su bendita inocencia, no creyó a su madre. Así que un día, jugando en los columpios, preguntó a sus amigos a ver si lo habían visto en algún otro lugar. Uno de ellos aseguró haberle visto en una especie de oficina de una calle a la que a veces solía ir y pedir dinero. La calle estaba cerca, así que se dirigió allí después de pasar una tarde jugando. Cuando dejó de correr, leyó el título de una de las tiendas que allí se encontraban: «Tienda de licores».
«Oh no, mamá tenía razón…»
El niño desistió en su empeño de buscar al hombre creyendo que había gastado todo su dinero restante en alcohol, hasta que de pura casualidad lo vio subiendo a un autobús. En ese preciso momento, el conductor le estaba negando la entrada al mismo porque no podía viajar con su perro. Nadie lo ayudó. El niño no quiso hablar con él, pensando que los había engañado a todos. Así que vio como desaparecía definitivamente cruzando la esquina en un mar de gente. Pero algo había en el suelo, algo había caído de la gabardina del hombre. Se acercó a la estación de autobuses y leyó el papel; era un recibo de una transferencia bancaria de varios miles destinada a un orfanato. Había estado donando todo su dinero a ayudar a niños y niñas con problemas, no a beber con desenfreno como todo el mundo sospechaba. En el papel, había una observación escrita:
«A mi no me queda mucho tiempo, pero estos niños tienen todo un futuro por delante. Cuídenlos como se merecen y tendrán el mejor regalo que la generación venidera pueda soñar».
Sonora
El calor sofocante del desierto de Sonora era peor de lo que me había imaginado. Este vasto desierto, compartido por Estados Unidos y México, parecía no tener fin. Conduje mi coche durante kilómetros, durante horas interminables, escapando del bullicio de la ciudad y el sinsentido de los lazos humanos que allí me esperaban a la vuelta. Quizás encontrara algo bajo este sol abrasador.
Después de dos días recorriendo bares, pequeñas tiendas y aldeas apartadas de la civilización, me propuse conducir más hacia el sureste, hacia la frontera con México. Una carretera mal asfaltada me guiaba hacia un horizonte interminable y borroso debido a las altas temperaturas. Entre esa niebla de arena, vi algo que me llamó la atención. Parecía un pueblo lleno de música, con gente comiendo y bebiendo bajo una actividad sin desenfreno. Giré el volante y me detuve en un aparcamiento de gravilla improvisado. Nada más bajé del coche, eché de menos el aire golpeando mi rostro. Entré en la primera taberna que se me cruzó por el camino, donde un enorme cartel recibía a los visitantes y a los forasteros:
«Un único día, para una vida única».
¿A qué se refería? En el momento, pensé que se trataba de una jerga o alguna costumbre de la zona que yo ignoraba. Me acerqué a la barra y la gente de allí fue tremendamente agradable. Bebí whisky y tequila de gran calidad, degusté unos manjares deliciosos, conocí gente maravillosa manteniendo conversaciones trascendentales. Me sentía en una nube de jolgorio y todos mis sentidos estaban concentrados en la felicidad de aquel momento. Era otra persona, en otro tiempo totalmente diferente, con un pasado que quedaba demasiado lejos de mis pensamientos. No había más dolor, ni más preocupaciones.
Y de pronto, más arena. Viento abrasador. El sabor pastoso del alcohol de la noche anterior. Me levanté de la arena y comprobé que aún conservaba todo y que no me habían asaltado. Mi coche estaba allí, con una puerta abierta y la luz del amanecer reflejándose en la carrocería. ¿Qué había ocurrido? Saqué mi móvil y no vi mensajes nuevos, ni notas, ni fotos. Así que decidí regresar a por respuestas. Recordaba el camino pero el GPS no era muy preciso por aquellos lares. Una hora después, vislumbré las marcas de mis ruedas cuando giré el volante la noche anterior. La gravilla aplastada por el peso de mi coche seguía estando allí. Pero ni rastro del pueblo. Había desaparecido por completo. Anduve por la zona, apartando arbustos e intentando ver algo más que tierra, arena y gravilla. Estaba seguro de que era el lugar.
Horas después, abandoné mi misión, rindiéndome ante la razón e intentando no hacer más preguntas que no podía responder. Paré en un gran acantilado cerca de la carretera, mientras observaba pequeños remolinos de arena formándose hasta donde alcanzaba la vista. De pronto, recordé el cartel de aquella taberna:
«Un único día, para una vida única».
Así que a eso se refería: solo un día de felicidad para todos los forasteros que pasaban por allí. Eso era todo. Supongo que en mi destino estaba crear el segundo, y no pararía hasta encontrarlo. No me conformo con un día, ni con una única vez. Volveré a encontrar ese lugar, esté donde esté, hasta que el calor del desierto me consuma.
Una canción
Una canción para escribir,
una canción para recordar,
una canción para escapar,
para olvidar,
para jamás cantar.
Letras perdidas en el viento,
sonetos harto olvidados,
aliteraciones quebradas,
rimas sin eco.
Esta canción termina ahora,
pero otra comienza en su lugar,
lo que en su día parecía eterno
se evapora en un instante.
En tus labios
buscaré la eternidad,
mientras escribo otra canción
que sea digna de ti.
Algún día.
Cenizas
El olor a ceniza impregnando el ambiente es lo que más recuerdo de aquella noche. Era imposible escapar de su olor, de su sensación, del terror que representaba, de las miles de preguntas que acechaban en mi mente y a las que no podía dar una respuesta inmediata.
Me encontraba caminando sobre aquella ciudad norteña al pie de las montañas. Si tengo que ser sincero, ni siquiera recuerdo su nombre. Es más, dudo mucho que supiera cómo se llamaba cuando ocurrió todo. Era otra de aquellas noches en las que escapaba de mi ciudad natal y viajaba kilómetros para poder evadirme, respirando un aire diferente al que estaba acostumbrado. No me importaba el nombre de la ciudad, ni la marca de ron que bebía, ni el nombre de las personas sin cara con las que hablaba durante toda la noche. Yo mismo creaba un círculo de sensaciones primarias y ajenas a toda responsabilidad moral. Después de despertarme en una cama que no era la mía con un extraño sabor de boca y un hambre voraz que podía con todo, arrancaba mi coche de 15 años y volvía a tiempo para una ducha rápida antes de volver a introducirme en la rueda que representaba mi oficio.
Aquella mañana abrí los ojos después de que mis párpados se pegasen a ellos repetidas veces y observé el techo de la habitación en la que me encontraba. En efecto, no era mi casa. Bravo por mí, otro fin de semana de vacío absoluto que intentaría olvidar recordándolo durante días. No había nadie a mi lado. Me encontraba prácticamente desnudo en una cama y algo faltaba en el ambiente. Al principio no podía discernir lo que era, pero mi cuerpo y mente estaban más ocupados en ir al baño y vestirme lo mejor que pudiera antes de que alguien me echase a patadas de allí. Refresqué mi cara con el agua del lavabo y volví a la habitación. Las 7:45, aún podía llegar a tiempo al trabajo. Observé con detenimiento el lugar antes de recoger mis pertenencias y es ahí cuando un fugaz pensamiento recorrió mi mente y me hizo partícipe de la situación: era lunes por la mañana y no había ningún sonido en las calles. Ni el motor de los coches, ni voces, ni nada en absoluto. Las cortinas aún tapaban una pequeña ventana de la habitación, así que las aparté. Las vistas no me decían gran cosa: una carretera con tiendas a ambos lados. Yo me encontraba en lo que parecía ser un motel de mala muerte en cualquier barrio de dudosa calificación. Pero ni un alma.
Sin esperar a mi supuesta compañía de la madrugada, salí de la habitación y bajé las escaleras. La tenue luz del sol comenzaba a proyectarse más fuerte sobre mis ojos, cegándome cada vez más. ¿Dónde estaba todo el mundo? El único sonido que se oía era el de unos tímidos pájaros que volaban de vez en cuando sobre mi cabeza. Anduve por la calle fijándome en las tiendas de ropa, gasolineras, ferreterías, cafeterías y talleres. Todo cerrado y apagado. Aún era pronto, pero algunos de los establecimientos tendrían que haber estado abiertos desde hacía un rato. Maldita sea, aún recuerdo esa sensación de completa soledad que me embargaba por dentro. A mí, que en aquel entonces me enorgullecía de mi pensamiento alternativo en el que el afecto y la filosofía del cariño no tenía cabida. Esta ciudad me estaba dando una lección, ¿sería eso? ¿Era el karma intentando hacerme sentir lo que yo había provocado todo ese tiempo? ¿Y qué era ese olor? Llevaba minutos notándolo pero no me di cuenta del todo hasta que empecé a pensar conscientemente en ello. Ceniza, humo, fuego. Busqué su procedencia y giré calles, bajé cuestas, cambié de aceras y caminé recto por varios minutos. Los edificios comenzaron a dar paso a un paisaje algo más llano, donde la luz del amanecer ayudaba cada vez más a vislumbrar mi entorno, viendo un cielo con sol y nubes.
Aquello no eran nubes. Era humo. Humo por todas partes, allá donde alcanzase la vista. El olor a ceniza empezaba a ser tan cargante que tuve que llevarme un pañuelo a la boca en varias ocasiones. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Había habido algún aviso de incendio del que yo no supiera nada? Tuve la repentina idea de buscar algún periódico que alguien hubiera dejado en alguna estación de autobús o mesa de cafetería. Algunos bares contaban con varias mesas en la terraza, pero no parecían haber sido usadas. No había rastros de desayuno, ni de bebidas, ni de cigarrillos. Dirigí mis pasos hasta un banco de una estación donde parecía haber un papel de periódico arrugado. Estaba en muy malas condiciones y presentaba cortes por todas partes pero logré leer lo siguiente:
«Evacuación de emergencia, presentarse en refugios asignados inmediatamente.
Se procede al éxodo masivo de la población costera en un radio de 450 kilómetros.
Evitar cargar con material innecesario.
Incendios detectados en…
Infección».
¿Evacuación? ¿Éxodo? ¿Infección? Las fotos del periódico mostraban colas enormes en los transportes públicos y barricadas del ejército lanzando lo que parecían ser raciones de comida. Un cambio brusco de aire me hizo respirar aún más fuerte el olor a ceniza que venía de todas partes. Así que era eso: toda la zona había sido evacuada por un incendio. No, espera. ¿Infección? Mi mente cabalgaba entre diferentes pensamientos a la velocidad de la luz, intentando encajar todas las piezas del puzzle. Mientras, yo seguía caminando con el papel en la mano, en las calles de una ciudad fantasma. Así que tomé una decisión impulsiva, presa del pánico y del miedo: rompí la ventana de un coche, le hice un puente y arranqué a toda velocidad para salir de allí. El paisaje no cambió en varios kilómetros: aldeas enteras ardían, había caminos cortados, barricadas del ejército abandonadas, coches vacíos y apelotonados en varias intersecciones y un silencio absoluto. Ni una sola persona a la vista. Intenté dirigirme a zonas donde el fuego parecía dar un respiro y conseguí alejarme de todo incendio. Llegué a la costa con el coche y subí por una carretera que rodeaba la ladera de una montaña. Allí, me quedé sin gasolina y el coche se detuvo entre llantos mecánicos.
Escribo estas notas para poder centrar mis pensamientos en todo lo que ha ocurrido y que la confusión de lo que ha sucedido estas horas no me juegue una mala pasada. No tengo ni idea de lo que está ocurriendo y no sé dónde está todo el mundo pero de algo sí estoy seguro: aún tengo la hoja del periódico en mi bolsillo y la fecha de su publicación no es la del lunes, es la del miércoles. He estado tres días inconsciente. Ésta es mi recompensa por ayudar a crear un mundo vacío: un mundo a mi imagen y semejanza.
El silencio del mundo
Silencio,
todo el silencio
del mundo,
todo el mundo
en este silencio.
Que tus labios sean
mi única música,
sean tus ojos
las únicas estrellas,
en ésta,
la más oscura
de todas mis noches.