Rosedale

Y te digo la verdad. Puede que no me creas, pero es la pura verdad. No recuerdo cómo acabé aquí. Mi recuerdo más lejano es el olor de la hierba recién cortada y unas caras desconocidas mirándome con el azul del cielo detrás de ellas. Me miraban con una expresión neutra, asegurándose de que no estuviera herido pero reticentes de ir más allá. Estaba tirado en la tierra, tenía la boca seca y mis pensamientos navegaban en un océano sin agua. Mi mente no conseguía establecer ninguna conexión, así que me esforcé en pedir ayuda. Sentí unas manos que me agarraban de las axilas y me ayudaban a caminar. Una vez de pie, pude observar mis alrededores: un granero con un fogoso color rojo, un campo de maíz hasta donde alcanzaba la vista, varias casas de madera y unos cuantos animales de granja mirándome con escaso interés. Varios niños correteaban alrededor mientras los adultos intentaban alejarlos. Quise decir algo más, quise darles a entender que no era ninguna amenaza, pero todas mis fuerzas se habían agotado al pedir ayuda.

El segundo recuerdo es similar, aunque en vez de varias caras, solo había una mirándome. Detrás de aquel anciano rostro, únicamente pude ver la madera del techo de aquel ático, la cual dejaba entrever unos tímidos rayos de sol. Después de todo este tiempo, aún recuerdo lo primero que me dijo:

—Menuda fiesta has tenido, chico. Ya pensábamos que no despertarías.

Mi mente volvió a intentar establecer una relación con algún evento pasado, pero una barrera invisible permanecía entre el primer recuerdo de la granja y el resto de mi vida, fuera cual fuera.

—¿Dónde…? ¿Dónde…? —intenté decir, pero mi garganta aún estaba irritada.
—No te esfuerces, chico. Aún estás muy débil. Estás en la granja de los Sullivan, en Rosedale.—¿Rosedale?

El anciano me miró en silencio y al ver que mi expresión no cambiaba, decidió seguir hablando.

—Sí, hijo. En la Península Superior de Míchigan. ¿Eres de por aquí? ¿Canadiense, tal vez?

La barrera invisible me golpeó de nuevo, provocándome un fuerte dolor de cabeza al intentar atravesarla. Cerré los ojos ante las fuertes migrañas.

—No… No lo sé. No recuerdo de dónde soy.
—Por tu acento, diría que no eres de aquí. Y tampoco canadiense. ¿Qué puedes recordar?
—Nada.
—¿Nada?
—No.
—¿Y tu familia? ¿Amigos? No llevabas identificación encima.
—No lo sé.

Volví a abrir los ojos, pero no supe qué más decir. Cuanto más me esforzaba, más me mareaba. Decidí seguir la corriente de aquella situación, confiando en que mis pensamientos se ordenaran tarde o temprano y pudiese volver a recordar. Entonces el anciano me dijo su nombre: Elijah. Era el propietario de la granja familiar, llevando un estilo de vida que había cambiado muy poco desde las generaciones de sus antepasados.

—Descansa, hijo. No te preocupes, estás en buenas manos.

Los días siguientes conocí a todos los integrantes de la familia: A Katherine, la mujer de Elijah; a sus hijos, a los hijos de estos y a varios integrantes de aquella pequeña y pacífica comunidad. Incluso uno de los nietos de Elijah fue a visitarme a aquella habitación del ático. Me habló sobre su maestra y me dijo que no entendía por qué aprendía todas esas cosas si él lo único que quería hacer era cuidar de la granja y de los animales. Le respondí que el saber no ocupa lugar y que era un don. Nada más soltar esas palabras, me di cuenta de lo irónico de mi propia situación y me reí para mis adentros.

Pasaron las semanas y pude levantarme de la cama durante varias horas al día. Elijah y su familia me enseñaron la granja, los animales, el granero rojo y toda su cosecha. Cuando me sentí lo suficientemente fuerte, comencé a ayudarlos todo lo posible. Los primeros días fueron desgarradores, no solo por el esfuerzo físico, sino porque temía que mi amnesia no fuera para corto plazo. El calor húmedo de Míchigan dio paso a un fuerte frío invernal que duró muchos meses y la primavera volvió a hacer su aparición. Nadie de fuera de la granja había preguntado por mí en aquel tiempo y no hacía sino cuestionarme cuál sería mi pasado. ¿Habría hecho algo terrible? ¿Habría sufrido un accidente? ¿Alguien me había hecho esto a propósito? La oscuridad y el frío del invierno no ayudaron a mis ánimos ni a despejar mis dudas, pero el sol de la primavera ofreció un agradable respiro. Me estaba acostumbrando a mi nueva vida y las preguntas de mi pasado, aunque no desaparecían, podían quedar relegadas a un segundo plano durante bastante tiempo.

Por fin, volvió el verano, el calor, la humedad sofocante, los largos días. Llevaba un año viviendo con los Sullivan. Elijah se encontraba dando de comer a los caballos junto al granero y me vio cruzar el campo.

—¡Ethan! ¡Ven!

Ethan es el nombre que ellos me pusieron. Es un nombre de origen bíblico que significa «duro» o «fuerte». Ellos creían que llamarme así me proporcionaría la voluntad para seguir viviendo con fortaleza.

—Hola, Elijah —lo saludé mientras veía cómo daba de comer a uno de sus hermosos caballos.—Ya llevas un año aquí, hijo. Parece que fue ayer cuando te encontramos.
—No tengo palabras para agradeceros todo lo que habéis hecho por mí.
—Ni lo menciones. Estás ganando tu sustento. Además, le gustas a mi familia y a la gente de por aquí. No puedo pedir más de alguien. Escucha, Ethan. Me gustaría preguntarte…

Conocía la pregunta antes de que la formulara.

—No, Elijah. Sigo sin recordar nada. Dudo mucho que pueda volver a hacerlo.
—¿Te preocupa?
—¿A qué te refieres?
—¿De verdad quieres recordar?

Nadie me había hecho esa pregunta durante el año que pasé con los Sullivan. Llegué a planteármela fugazmente, pero nunca me había detenido a desarrollar su respuesta. Entendí perfectamente lo que Elijah quería decirme. También era una muestra de su cariño por mí. Era posible para él que si yo recordaba mi vida pasada, podría decidir marcharme de Rosedale. Aquello me gustaba: las preciosas puestas de sol, la tranquilidad infinita, la naturaleza, la cercanía de la gente, la simplicidad de aquella vida. Era un día a día duro, pero reconfortante. La respuesta que le di a Elijah fue natural y sincera, surgida de sentimientos encontrados dentro de aquellos pensamientos fugaces. En ese mismo momento, sentí como el océano volvía a tener agua.

—No, no quiero recordar.

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Verdades

Hoy niego la verdad
y nace la mentira,
ahora viajo en libertad,
el mundo ya no conspira.

No queremos la verdad
pues es el fruto de la rectitud,
un camino a través de la oscuridad,
una vida en busca de virtud.

Es nuestra elección
en aras de la comodidad
el destierro de la razón,
cerrar los ojos a la maldad.

Abrazar la falacia
por sentirse aceptado:
la mayor infamia,
el más grande descaro.

La revolución del futuro:
noche y día sonrío,
y con libre albedrío
me autocensuro.

Némesis

Aparecieron sin previo aviso. Salían por todas partes: en apartamentos de vecinos de una calle obrera, en lujosos palacios de la aristocracia militar, en restaurantes de las afueras, en autopistas, en centros de salud, en universidades, granjas, bosques, montañas e incluso debajo del agua. Parte ente biológico, parte mecanismo tecnológico, arrasaban con todo en su camino.

No hubo tiempo de estudiarlos, ni siquiera de predecir sus movimientos. ¿Provenían de aquel mismo mundo? ¿Habían llegado más allá de las estrellas? Su ataque parecía modificarse y variar según el momento, según la peculiaridad de cada enemigo con el que se enfrentaban. Varios informes decían que disparaban armas de proyectiles, otros que eran armas de energía y algunos que su ataque era meramente físico. Todo lo que se pudo recopilar en aquellos pocos días de invasión es que su naturaleza era una incógnita.

Aquella colonia independiente había sobrevivido a invasiones anteriores por parte de amenazas extranjeras. El orgullo nacional había alimentado a sus ciudadanos con un mantra constante de una independencia casi mitificada desde su fundación. El estilo de vida desde la creación de la colonia se condicionó con el canto y las odas a los héroes desaparecidos, héroes que ni siquiera los poetas recuerdan si existieron verdaderamente. Toda la sociedad se asentó en una retórica de sagrada independencia y el sustento diario de leyendas que se basaban en lo intocable de su suelo.

El mero hecho de que algo desconocido o extranjero estuviese paseando por sus calles, entrando en estancias privadas y arrasando edificios públicos, supuso la caída del régimen y el desplome del estado. Ni toda la fuerza militar combinada pudo hacer frente a la pérdida de la fe. Al final de todas las cosas, su fortaleza se convirtió en su debilidad. Todos los héroes del mito de la fundación acabaron por provocar la muerte de sus propios hijos, y con ello, de toda una sociedad.

Los poetas nunca pudieron escribir el último verso de su propia historia.

Ocaso

El bosque había convivido con su familia desde hacía generaciones. Desde que se perdía la memoria en el largo linaje de sus ancestros, aquellos imponentes árboles cuidaban de ellos y los protegían de numerosos peligros. En las frías noches norteñas, el bosque ofrecía un espectáculo maravilloso con su juego de sombras y los tímidos rayos de la luz de la luna atravesando las frondosas copas de los árboles. Era su hogar y lo había sido desde el inicio de los tiempos. El árbol más grande y majestuoso, el que aparecía ya desde los primeros cánticos de su familia, era el principio de todo, el creador de la naturaleza y lo que otorgó a los humanos el poder de la magia.

Pero ella caminaba sola en la noche. Era la última de su linaje y era consciente de que su decisión la iba a marcar de por vida, mas no tenía elección. Los ejércitos de los hombres provenientes del otro lado del canal se acercaban. Los navíos desembarcaban guerreros en una sucesión que parecía no tener fin. Exaltados también por la leyenda de aquel bosque magnífico, sus contingentes se abrieron paso a través de la extensa tierra, masacrando a todos en su camino y destruyendo todo vestigio pagano en aras de obtener aquel poder. La última druida de la tribu se detuvo ante el árbol primigenio y posó su mano en el grueso tronco de cientos de años de antigüedad.

—Perdona por lo que estoy a punto de hacer, pero no puedo dejar que tu don caiga en las manos equivocadas. Sería el fin de todo cuanto conocemos.

El sonido de una trompeta y varios cientos de pisadas a lo lejos la sobresaltaron. Su mano se apartó instintivamente del tronco y se alejó. El báculo que portaba ya estaba más caliente que su propia piel, presintiendo el deseo de su portadora. La druida pronunció varias palabras en una lengua ancestral desconocida para el resto de los humanos y su báculo comenzó a emitir chispas en la fría noche hasta que poco a poco fueron cayendo al suelo. Tenía cierto control sobre el fuego, pero en su interior sabía que aquella magia era una simple catalizadora, no un dominio humano sobre ella. Por eso mismo no podía dejar que los hombres cubiertos de metal la manipularan, nunca la podrían controlar y acabaría siendo su ruina. Los invasores nunca quisieron escuchar las palabras que provenían de bárbaros como ellos, creyendo que era una excusa para no entregarles lo que creían que les correspondía por derecho.

La druida caminó hacia el linde del bosque mientras acercaba su báculo a cada uno de sus árboles. Las llamas se extendían prácticamente en la totalidad del paisaje y los soldados daban órdenes apresuradas para intentar sofocar aquel incendio, cosa que nunca pudieron hacer. Llegó hasta la montaña que llevaba hacia tierras lejanas. Desde allí, observó con lágrimas en los ojos cómo el fuego comenzaba a subir por el tronco del gran árbol primigenio. Su báculo comenzó a quemar su mano y tuvo que soltarlo, ya que estaba hecho de la misma madera que aquel árbol y uno no podía existir sin el otro. Cayó por la ladera de la montaña y nunca más lo volvió a ver. Desde aquel día, la magia en el mundo se apagó para siempre y todo vestigio de la misma se convirtió en mito y leyenda. Los restos del báculo nunca fueron hallados.

Sentir la lluvia

No quiero huir más
ni hacer oídos sordos,
tampoco cerrar los ojos,
nunca más construir muros,
acabó el lamentarse,
murió el arrepentimiento.

Que la lluvia empape,
que el fuego queme,
que el dolor duela
porque no hay vida sin dolor,
maestro y profesor.

Norte

Alcancé las luces del norte en una fría noche de verano. La temperatura era demasiado baja para los que estamos acostumbrados al sur, pero era una sensación agradable, un respiro de un caluroso verano mediterráneo. Aquella playa era un pequeño refugio, solitaria y alejada de todo lo que conocía. Los colores del atardecer aún pintaban tímidamente el Mar del Norte, el cual se abría ante mí con orgullo. Respiré hondo y cerré los ojos, dejando que el viento acariciase mi pelo, y me imaginé a mí mismo dentro de un mapa del continente.

Imaginé las costas escandinavas, las playas escocesas, el perfil rocoso de los paisajes norteños y las nieves del invierno. También imaginé las leyendas que se cuentan de padres a hijos desde hace milenios en este lugar, su mitología y la magia que imbuyen las montañas, los bosques y sus gentes. Y ahí estaba yo, más al norte de lo que había estado nunca en mi vida, queriendo hablar con los nativos del lugar, conocerlos, aprender de ellos y escribir sobre sus costumbres. Quería poner mi pequeño granito de arena para contar las historias de la tierra que tanto amaban. Pero era hora de marchar, así que abrí los ojos y caminé de vuelta mientras la última luz del atardecer desaparecía detrás de mí.

Dulce rendición

Viajando por los infinitos confines del espacio durante generaciones, desde donde el tiempo pierde su propia memoria, cuando los números no bastan para explicar ninguna duración y ninguna distancia. La capacidad de medición es inservible y no es más que parte de otro constructo humano para poder definir algo que no puede ser definido. Esperando, aguardando, hasta que un ser racional activara el mecanismo mediante el cual la entidad acudiría a su encuentro. Una entidad que no podía explicarse con ningún lenguaje creado por el ser humano.

45 grados Celsius, un sol abrasador y arena y roca hasta donde alcanzaba la vista. Un uniforme paisaje desértico que se rompía con las pisadas de una minúscula criatura caminando por parajes inhóspitos. El humano llevaba días caminando por una remota parte de un remoto mundo de un remoto lugar del universo. Apenas existían lugares más fríos en esa roca de fuego que giraba demasiado cerca de su estrella, con un baile que se había repetido millones de veces y casi no había variado. Como muchas de las motivaciones de la raza humana, este minúsculo ser racional aterrizó en este planeta debido al afán de descubrir y explorar lo que todavía no había sido escrito. Un cúmulo de leyendas y supersticiones hablaban de un lugar enterrado en la arena a decenas de miles de años luz de distancia. El agua se había acabado, las quemaduras eran graves y el hambre estaba a punto de invadir la propia cordura. Era difícil discernir lo que era real y lo que eran alucinaciones.

Voces. Se escuchaban voces. Graves, muy graves. Tan graves que no parecían capaces de ser pronunciadas por humanos. Volaban por el aire, iban y venían, lo rodeaban, se hacían repentinamente más claras y volvían a desaparecer. Jugaban con él, lo confundían, despertaban las últimas energías vitales que pensaba haber perdido. Quería entender, quería saber si aquello era real, si efectivamente era el fin del camino, fuera cual fuera.

—¿Hola? —dijo al aire.

Su necesidad de oír su propia voz entre esa maraña de voces resultaba reconfortante. Establecía una línea divisora entre la cordura, entre lo que era suyo y todo lo demás. Las graves voces no se apaciguaron, sino que siguieron como hasta entonces. El humano intentó distinguir alguna palabra, alguna estructura. Poco a poco, comenzó a unir y separar sonidos, a analizar tiempos, a establecer la cadencia de las pausas, la frecuencia de las notas.

—Inteligencia.

Continuó caminando hasta que la meseta acabó y un enorme cañón se abrió hasta el horizonte. Permaneció de pie, observando el espectáculo natural de este mundo alejado, de los fuertes colores rojos y anaranjados, mezcla del atardecer y las condiciones climáticas propias de un mundo abrasador. Las voces parecían provenir del interior del cañón, rebotando por los precipicios, de todas las llanuras a la vez y de ningún punto en concreto. El aire parecía más caliente, el sol aún más sofocante. Su cuerpo físico comenzó a fallar y cayó exhausto de rodillas. Aún podía sentir su piel quemada y perlada de sudores, pero por algún motivo, su conciencia despertó. Lo que hasta ahora eran voces inconexas con signos de inteligencia y estructura, se transformaron en un lenguaje. Ahora podía entender lo que decían, lo que expresaban. Y le hablaban a él, únicamente a él. No eran palabras en ningún idioma conocido, no eran voces en el sentido estricto de la palabra; se asemejaba más a un entendimiento puro desde lo más profundo de su ser. Pudo entender que la entidad, la palabra que más se acercaba a definir la procedencia de las voces, era más antigua que el ser humano. De hecho, era más antigua que cualquiera de las especies conocidas en el universo. Hasta ahora, nadie de su raza, ningún humano salvo él, se había encontrado con ella. Por algún motivo, no sintió miedo ni dudas. Tuvo la misma sensación que un encuentro con algo familiar, algo seguro y conocido. Fue un sentimiento de dulce rendición.

El cuerpo físico del humano falló completamente y el sonido de un golpe recorrió el desierto cuando cayó inerte en la mezcla de roca y arena. Su conciencia siguió despierta y esta vez pudo escuchar una voz hablando claramente en su lengua natal:

—Bienvenido a casa.

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