El silencio de los héroes olvidados

El presentador introdujo al orador, quien apareció entre los grandes cortinajes junto con una gran avalancha de aplausos. Una vez estuvo solo en el estrado, carraspeó e introdujo las hojas del discurso en el atril. Presionó las patillas de sus gafas y miró al público y a las cámaras de televisión de la cadena local. La sala parecía un pequeño teatro de un colegio de primaria adornado para la ocasión, pero en realidad se encontraba en un decorado pensado para ello. Los periodistas escribían en sus libretas, tabletas y ordenadores portátiles como ya habían hecho los días anteriores en diferentes ruedas de prensa.

–Señoras y señores. Bienvenidos a esta rueda de prensa. Yo…

Su vista, que había estado concentrada en las caras de varios periodistas, se desvió. Miró hacia la puerta y luego de vuelta a las hojas de su atril. Unos segundos de silencio se rompieron por un poco audible pero constante murmullo de duda. El orador siguió pensando y tomó una decisión. Cogió el taco de folios y lo dobló por la mitad. Se separó del atril y se acercó más hacia el borde del estrado. Los focos se realinearon para no perder detalle de un momento inusual.

–La verdad, no esperaba esto. Creía que hoy iba a ser un día normal en mi trabajo. Hasta que he llegado aquí tenía pensado en seguir mi discurso a rajatabla como otras muchas veces he otorgado a esta cadena… Pero hoy, sencillamente no puedo.

Con un movimiento de manos, levantó las hojas que había doblado para mostrarlas a los focos y las rompió en pequeños trozos que cayeron suavemente al suelo.

–Señor, ¿cortamos la emisión? –dijo un técnico de la sala de control.
–No, deje que hable. Veamos qué pretende.

El orador planchó su traje gris con las manos y se quitó la corbata, la cual se unió en el suelo con los folios rotos.

–Hoy quiero hablaros de algo diferente. Veo que el piloto sigue encendido, por lo que sigo en directo. No entiendo por qué no cortan la emisión, si por el morbo y la audiencia o por si simplemente existe un interés verdadero en escuchar lo que voy a decir… En cualquier caso, voy a comenzar.

»No me preguntéis por qué digo esto. Es algo que necesito y este es el momento que he elegido. Hay instantes en el que las personas tenemos que expresarnos como lo sentimos. Y de eso es de lo que quiero hablar: de las personas. De la gente. No de gente famosa que aparece cada día en el telediario, ni de gente que participa en los cotilleos de las tardes, ni deportistas. Nada de eso. Quiero hablar de la gente sencilla.

»En más de una ocasión nos hemos fijado en el sufrimiento de otro ser humano a través de la televisión, la radio e internet. Incluso los personajes de nuestros mundos de ficción favoritos dentro de las novelas y las series hacen que sintamos compasión, odio, empatía, rabia… Pero hay un grupo de personas en este mundo real que son los verdaderos héroes. Al menos, lo son para mí. Me refiero a los héroes olvidados.

»Estamos al tanto cuando un famoso sufre cambios de trascendencia negativos en su vida personal, enferma o fallece. Decimos que son héroes por superar sus problemas y adversidades, así como por sus logros. Hacemos canciones por ellos. Grabamos películas. Escribimos libros. Y no estoy en contra de nada de esto. Muchos de ellos son héroes y su fuerza es digna de admirar. Pero a veces, parece que nos olvidamos que a muy pocos metros, existe una persona con la fuerza necesaria para afrontar ese tipo de problemas al igual que aquella que aparece en la columna más reciente del periódico. ¿Una persona? No. Muchas. Muchísimas. Las mujeres y los hombres a lo largo de su vida tienen que golpearse contra una pared y levantarse para derribarla con sus propias manos, ladrillo a ladrillo. En otras ocasiones, caen dentro de un pozo y tienen que usar su cuerpo entero para volver a la superficie, y en consecuencia, volar más alto de lo que nunca lo hicieron. Los que me estáis viendo por las pantallas sois esas personas. Sois las personas que han tenido que lidiar con múltiples errores e infortunios de la vida. Pero la diferencia en todo esto es que no os conocemos. No nos percatamos de vuestra incertidumbre cuando os encontráis sin empleo y sin recursos. No escuchamos vuestro dolor desde una camilla del hospital. No vemos vuestras lágrimas en un funeral.

La sala se encontraba en un silencio sepulcral. Los periodistas ya no escribían. Únicamente miraban al orador sin apenas pestañear.

–Pero yo os digo que os entiendo. ¡Os entiendo! Sé que cada ser humano es un mundo y que los problemas distan tanto unos de otros que a veces nos cuesta empatizar, encerrándonos egoístamente en nuestro propio mundo de soledad antes que compartir un mundo empático lleno de sufrimiento ajeno. Es una trampa. Esa soledad que creamos cuando evitamos recibir toda influencia externa por miedo a la negatividad nos destruye. Ante todo, a mí me gusta…, qué digo, admiro a aquellas personas luchadoras que son capaces de vivir con su dolor sin recibir el consuelo de una cámara de televisión. Ni de una cantidad ingente de atención en una red social. Ni intoxicar a nadie con sus contratiempos simplemente por descargar y hacer caso omiso de los consejos. Personas que no conocemos, pero que están ahí. Luchando y sufriendo sin que sepamos quiénes son. Gente que lleva su dolor no en soledad, sino con aquellos a los que han decidido regalar una de las cosas más preciosas que hay: el tiempo.

»Para mí, este es el verdadero heroísmo. Gente sencilla enfrentándose a grandes infortunios. Hombres, mujeres y niños que sufren en silencio. El silencio de los héroes olvidados.

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Luz y escarcha

La fría costa de Oulu siempre había sido la preferida de Joonas. Allí, empezaban y terminaban cinco días de la semana para él. Siempre iba provisto de ropas para combatir el frío, gorro de lana, orejeras y guantes de piel. Incluso se decía que su prominente barba, aunque arreglada, le ayudaba a combatir la temperatura extrema de los inviernos de Finlandia. La fuerza de sus brazos ya no era la misma que cuando era joven, pero podía seguir trabajando de leñador con gran dedicación. Era lo único que lo mantenía con vida y lo seguiría haciendo siempre que pudiese. Había perdido a su familia hacía una década en un trágico accidente de coche. Cada mañana después de aquel día, desataba su furia contra un inofensivo y viejo árbol, hasta que por fin cayó y despedazó su tronco. Repitió lo mismo durante varios meses hasta que la costumbre se convirtió en su razón para vivir. Los almacenes para los que trabajaba cada día le pagaban menos, aunque el dinero nunca le faltó. Su casa de madera contaba con calefacción y estaba desprovista de todo contacto con el mundo exterior, incluso se destilaba su propio vodka todos los domingos.

Como todos los días de entre semana, se vistió con sus ropas, agarró su afilada hacha y salió ante el sol del amanecer. Un sol frío que apenas regalaba unas pocas horas de luz en aquellas fechas. Durante diez años, las pocas palabras que intercambiaba siempre tenían que ver con el regateo de precios y la compra de algún bien en la tienda más cercana. Las pocas veces que salía de su hogar era para probar el vodka importado que servían en una pequeña taberna del centro. Gracias a ello, no cambió su costumbre de los domingos.

Una noche llegó a su casa y apiló la madera que había talado en un gran saco. Encendió una hoguera en su patio y se calentó con un par de tragos mientras miraba la infinidad de estrellas del firmamento. Una de ellas, de un color rojizo y más resplandeciente que las demás, hizo crecer la curiosidad de Joonas. Al principio, podía jurarse a sí mismo que se encontraba en movimiento, pero la propia estrella lo sacó de su vacilación cuando aumentó de tamaño. Sentado en un precipicio desde donde se veía toda la nevada costa, un millar de estrellas observaban a otra gigantesca que ya parecía ser un segundo sol, un sol rojo que dibujaba una estela de material desintegrándose en una enorme cola. El sol se estrelló en la nieve de la playa con un gran estruendo y la tierra tembló. El leñador abandonó sus utensilios y descendió por los bosques. Los árboles dejaban entrever una luz blanca y enorme. Cuando llegó al gran cráter que ocupaba media playa, Joonas quedó atónito ante el destello que había en él, casi tan grande como su cuerpo. La pendiente que descendía hacia la luz no fue problema para sus todavía resistentes piernas y llegó a la fuente. A pesar de iluminar toda la playa y parte del bosque, sus ojos podían fijarse en ella sin fruncir el ceño. Una bola perfecta, blanca en apariencia, pero con luces tan bellas como los colores que formaba a su alrededor. Todo un regalo para la vista que sus ojos no pudieron rechazar.

Joonas miró su reloj y lo que pareció ser un minuto resultaron ser cuatro horas. No se explicaba todo el tiempo perdido observando aquel misterio. La bola ya no estaba, así que abandonó la tierra calcinada y se dirigió a su casa. El frío hizo que se tumbara en la cama y se tapara con todas las pieles que encontró. Una breve enfermedad de varios días lo dejó en reposo, hasta que pudo volver a andar. Días después, la luz seguía desaparecida y la tierra calcinada había sido borrada por las mareas. No comentó con nadie el suceso, porque seguro que lo tomaban por un loco. Un loco que destilaba su propio vodka los domingos y que veía fantasías en su ebriedad. El trabajo continúo como siempre, pero conforme fueron pasando las semanas, Joonas entraba en ansiedad cada vez más frecuentemente. Ya no podía salir por la noche, odiaba la oscuridad. Necesitaba constantemente dirigir sus ojos hacia la primera luz que podía sentir, pero nada era tan bello como su segundo sol, su luz. Llegó al punto en que apenas trabajaba, apenas dormía y apenas comía. La locura le llevó a buscar la estrella por toda la costa, sin ningún éxito. La naturaleza no recordaba aquel suceso. Dio largos paseos por la ciudad en busca de iluminación. Su vista se posaba en los rudimentarios focos de las tabernas, en el faro de la costa, en las grandes hogueras de las festividades.

Un mes después, en pleno diciembre, un gran temporal azotó Oulu. Las temperaturas mínimas descendieron más de lo que ningún habitante recordaba de los últimos inviernos. El leñador, con los ojos tan rojos como la estrella que vio caer y la piel tan pálida como la luz que surgió del cráter, salió al patio y después al precipicio, exactamente al lugar donde contempló el firmamento aquel día. Debido a su obsesión y a su locura, salió de su casa con apenas unas pieles para resguardarse del frío, ajeno a toda razón. Esta vez no había hoguera alguna. Instintivamente adoptó la misma postura que, semanas antes, no se habría imaginado que significaría el principio del fin.

Apenas unas horas después, Joonas murió congelado mientras su último aliento de escarcha se elevaba hacia las estrellas.

Introducción y bienvenida

¡Mi más sincera bienvenida a Escudo de Tinta!

Me llamo Aitor Morgado y soy el autor de este blog y de los escritos que en él aparecen. Espero que disfrutes de la lectura tanto como yo disfruto escribiendo.

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El blog se actualizará cada pocos días, por lo que siempre habrá contenido nuevo para leer.

Gracias por compartir mi pasión.

El viaje comienza ahora.

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