La fría costa de Oulu siempre había sido la preferida de Joonas. Allí, empezaban y terminaban cinco días de la semana para él. Siempre iba provisto de ropas para combatir el frío, gorro de lana, orejeras y guantes de piel. Incluso se decía que su prominente barba, aunque arreglada, le ayudaba a combatir la temperatura extrema de los inviernos de Finlandia. La fuerza de sus brazos ya no era la misma que cuando era joven, pero podía seguir trabajando de leñador con gran dedicación. Era lo único que lo mantenía con vida y lo seguiría haciendo siempre que pudiese. Había perdido a su familia hacía una década en un trágico accidente de coche. Cada mañana después de aquel día, desataba su furia contra un inofensivo y viejo árbol, hasta que por fin cayó y despedazó su tronco. Repitió lo mismo durante varios meses hasta que la costumbre se convirtió en su razón para vivir. Los almacenes para los que trabajaba cada día le pagaban menos, aunque el dinero nunca le faltó. Su casa de madera contaba con calefacción y estaba desprovista de todo contacto con el mundo exterior, incluso se destilaba su propio vodka todos los domingos.
Como todos los días de entre semana, se vistió con sus ropas, agarró su afilada hacha y salió ante el sol del amanecer. Un sol frío que apenas regalaba unas pocas horas de luz en aquellas fechas. Durante diez años, las pocas palabras que intercambiaba siempre tenían que ver con el regateo de precios y la compra de algún bien en la tienda más cercana. Las pocas veces que salía de su hogar era para probar el vodka importado que servían en una pequeña taberna del centro. Gracias a ello, no cambió su costumbre de los domingos.
Una noche llegó a su casa y apiló la madera que había talado en un gran saco. Encendió una hoguera en su patio y se calentó con un par de tragos mientras miraba la infinidad de estrellas del firmamento. Una de ellas, de un color rojizo y más resplandeciente que las demás, hizo crecer la curiosidad de Joonas. Al principio, podía jurarse a sí mismo que se encontraba en movimiento, pero la propia estrella lo sacó de su vacilación cuando aumentó de tamaño. Sentado en un precipicio desde donde se veía toda la nevada costa, un millar de estrellas observaban a otra gigantesca que ya parecía ser un segundo sol, un sol rojo que dibujaba una estela de material desintegrándose en una enorme cola. El sol se estrelló en la nieve de la playa con un gran estruendo y la tierra tembló. El leñador abandonó sus utensilios y descendió por los bosques. Los árboles dejaban entrever una luz blanca y enorme. Cuando llegó al gran cráter que ocupaba media playa, Joonas quedó atónito ante el destello que había en él, casi tan grande como su cuerpo. La pendiente que descendía hacia la luz no fue problema para sus todavía resistentes piernas y llegó a la fuente. A pesar de iluminar toda la playa y parte del bosque, sus ojos podían fijarse en ella sin fruncir el ceño. Una bola perfecta, blanca en apariencia, pero con luces tan bellas como los colores que formaba a su alrededor. Todo un regalo para la vista que sus ojos no pudieron rechazar.
Joonas miró su reloj y lo que pareció ser un minuto resultaron ser cuatro horas. No se explicaba todo el tiempo perdido observando aquel misterio. La bola ya no estaba, así que abandonó la tierra calcinada y se dirigió a su casa. El frío hizo que se tumbara en la cama y se tapara con todas las pieles que encontró. Una breve enfermedad de varios días lo dejó en reposo, hasta que pudo volver a andar. Días después, la luz seguía desaparecida y la tierra calcinada había sido borrada por las mareas. No comentó con nadie el suceso, porque seguro que lo tomaban por un loco. Un loco que destilaba su propio vodka los domingos y que veía fantasías en su ebriedad. El trabajo continúo como siempre, pero conforme fueron pasando las semanas, Joonas entraba en ansiedad cada vez más frecuentemente. Ya no podía salir por la noche, odiaba la oscuridad. Necesitaba constantemente dirigir sus ojos hacia la primera luz que podía sentir, pero nada era tan bello como su segundo sol, su luz. Llegó al punto en que apenas trabajaba, apenas dormía y apenas comía. La locura le llevó a buscar la estrella por toda la costa, sin ningún éxito. La naturaleza no recordaba aquel suceso. Dio largos paseos por la ciudad en busca de iluminación. Su vista se posaba en los rudimentarios focos de las tabernas, en el faro de la costa, en las grandes hogueras de las festividades.
Un mes después, en pleno diciembre, un gran temporal azotó Oulu. Las temperaturas mínimas descendieron más de lo que ningún habitante recordaba de los últimos inviernos. El leñador, con los ojos tan rojos como la estrella que vio caer y la piel tan pálida como la luz que surgió del cráter, salió al patio y después al precipicio, exactamente al lugar donde contempló el firmamento aquel día. Debido a su obsesión y a su locura, salió de su casa con apenas unas pieles para resguardarse del frío, ajeno a toda razón. Esta vez no había hoguera alguna. Instintivamente adoptó la misma postura que, semanas antes, no se habría imaginado que significaría el principio del fin.
Apenas unas horas después, Joonas murió congelado mientras su último aliento de escarcha se elevaba hacia las estrellas.
Me gusta la forma en la que das vida al personaje, cómo creas su rutina y haces que resulte tangible.
Lo prometido es deuda y un mago nunca llega tarde, ni pronto. 🙂
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¡Gracias, Javier! Un placer tenerte por aquí.
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