El que calla, otorga. El silencio es oro. Hay multitud de refranes en estas situaciones, los cuales muchos de ellos no consiguen ni arañar la superficie del verdadero valor del silencio, algo tan necesario y tan natural que muchas veces se nos niega.
Aquella noche nos reunimos varios en una mesa de madera, en un local tradicional al que siempre solíamos hacer visita. Lo típico: cervezas en la mano, el humo de los cigarros en el aire, risas exageradas y una ebullición de sonidos y olores que impregnaban el ambiente, creando ese entorno tan natural para muchos de nosotros a estas alturas. Aquel día me levanté de la cama buscando algo más. No me malinterpretes, quería ver a los míos y pasar un buen rato como el que más, pero no quería pasar por el rito de siempre para poder hacerlo. Al final, decidí probar suerte con la esperanza de sacar algo positivo de todo aquello.
Todos estos pensamientos quedaron apartados por conversaciones de calentamiento para la acción de verdad, la cual vendría poco después. Y admito que actué un poco autómata al principio, siguiendo las conversaciones de los demás y riéndome por lo que veía en las pantallas de sus móviles. Pero aquella noche me fijé en Alicia. Mirada apartada, leve sonrisa y muecas de duda casi imperceptibles. Fue cuando su mirada se juntó con la mía que entendí que no era el único que tenía esa sensación. Al menos, ahora volvía a sentirlo. Los pensamientos sumergidos volvieron a emerger a la superficie.
Nuestras miradas se cruzaron durante varios minutos entre conversación y conversación. Las palabras y las risas seguían fluyendo entre todos pero el volumen de las conversaciones fue bajando paulatinamente. Al principio creímos que era producto del alcohol, del humo o de cualquier otra cosa pero cuando todos quedamos mudos, ni siquiera nos asustamos. Alicia ya no tenía ninguna mueca en su rostro. Su expresión corporal dictaba una normalidad propia de cualquiera que hiciera aquello cada día y en forma de rutina. Los demás intentaron hablar, pero sus palabras quedaban ahogadas en un pequeño suspiro. Justo después de aquello, los demás clientes y trabajadores del local salieron en una silenciosa estampida. Y nosotros nos quedamos allí.
Y no hay mucho más que decir, valga la redundancia. Creo que fue la única vez que estuvimos todos juntos y en silencio por primera vez en nuestra vida. Tantas excursiones, tantos conciertos, tantas experiencias vividas que fue en aquel momento, bajo un manto de silencio y un lenguaje corporal que no daba lugar a la mentira, cuando pudimos leernos sinceramente y sin superficialidades. En vez de asustarnos, permanecimos un largo rato observando nuestras miradas y lenguaje corporal, algo a lo que nunca habíamos prestado atención. Alicia sonreía; estaba satisfecha con la situación. Por primera vez, entendimos. Entendimos todo: nuestros miedos, nuestras inseguridades, nuestras fortalezas. Ya no había lugar para palabras superficiales ni caretas que mostrar al resto. Así que yo también sonreí, puesto que esa sensación era todo lo que necesitaba en aquel momento.
Cuando volvimos a hablar, las palabras sonaron más veraces, más incisivas, más auténticas. A partir de ese momento, las caretas desaparecieron y las palabras recobraron su significado, dejando de ser esclavas de la costumbre tribal y de la duda social.
Ya no volveríamos a ser los mismos de antes, ya que cruzamos el umbral del silencio todos juntos. Y como suele decir otro refrán: no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.