Eras la única luz de todo el lugar, de todos y cada uno de los días en los que recorría aquel misterioso sitio. Caminabas dentro de aquella celda que mi mano no podía atravesar. La luz de tu cuerpo emanaba una claridad que jamás había visto, pero tú permanecías de pie mirándome, observándome, penetrándome con la mirada como nadie era capaz de hacer. Nunca pude acercarme a ti lo suficiente para poder verte mejor, únicamente te limitabas a realizar aquellos pequeños y tímidos pasos, los suficientes para girarte y sonreírme humildemente mientras yo me mantenía a distancia.
Intentaba hablarte para obtener respuesta, intentaba que la celda de luz me permitiera introducir mi mano. Jamás ocurrió. Y aunque no pude dejar de volver al mismo lugar día tras día, comencé a entenderlo. No estaba preparado para amarte. Aquella pureza no era digna de mis imperfecciones. Aún no podía entregar un corazón que seguía quebrado, y tú lo sabías mejor que nadie. Sonreí ante aquella sabia perspectiva. En la última noche de verano, abandoné aquel lugar con la esperanza de volver en un futuro.
La marca de mi mano quedó impresa en su celda de luz, a la espera de que algún día fuese digno de ella.